Hilando Capital: El trabajo femenino e infantil durante la formación del capitalismo industrial.



Lo que en Historia se llama Primera Revolución Industrial surgió en Inglaterra durante la segunda mitad del siglo XVIII (1760-1799), se produjo en el ramo del textil, uno de los más importantes en cuanto a número de trabajadores y sobre todo trabajadoras, cuyas operaciones se mantenían a un nivel totalmente artesanal. La incipiente revolución consistió en la introducción de innovaciones técnicas en una fase concreta del proceso de producción, la hilatura -inicialmente del algodón-, que hasta entonces se venía realizando con el huso y la rueca, o también el torno de hilar.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 La rueca y el huso, herramienta usada desde el Neolítico hasta la actualidad

 

La fase de hilatura constituía el cuello de botella de la industria textil: era muy exigente en mano de obra (un solo telar para lana, por ejemplo, requería el aporte de entre 10 y 20 hilanderas), consumía un tercio del tiempo total empleado en la fabricación de un paño y era crucial para la calidad final de los tejidos. La hilatura era, además, el oficio que practicaban por excelencia las mujeres y niños de ambos sexos en este sector, tanto para el consumo doméstico como para el mercado. Las primeras máquinas de hilar aumentaron notablemente la productividad de las trabajadoras, pero también su desempleo, lo que mermó los ingresos de sus familias, mientras se inflaba la plusvalía del fabricante que les suministraba la materia prima y comercializaba el producto.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 Arriba a la izquierda el torno tradicional; abajo “Juanita la hilandera”, que hacía el trabajo de 36 (1770). A la derecha, el bastidor de Arkwright (1769).

 

 Poco después, la “mula” de Crompton multiplicaba la productividad por cien. No obstante, estas primeras máquinas se utilizaron en un principio a nivel doméstico y en pequeñas fábricas.

 

En la segunda mitad del siglo XVIII, el capitalismo no era todavía el modo de producción dominante en Europa occidental, pero sus bases de desarrollo estaban puestas: la expropiación de la tierra al trabajador, la acumulación de riqueza en pocas manos y la miseria de masas eran realidades en progreso, detectables ya desde el siglo XVI, época de la expansión colonial, en la que Marx sitúa el inicio de la “era capitalista”. Fue en el transcurso de esta, algo más de doscientos años, cuando tuvo lugar una “acumulación originaria de capital”, que fue el fermento o, en palabras de Marx, el “fundamento histórico de la producción específicamente capitalista”. Hubo varios factores que facilitaron dicho proceso de acumulación y con él la transición a formas netamente capitalistas de producción. Uno poco reconocido hasta ahora fue la explotación del trabajo de las mujeres y los niños, mayoría de mano de obra en los oficios que inicialmente se mecanizaron.

 

La Primera Revolución Industrial en el último tercio del XVIII marcó un hito en este proceso. Inglaterra fue su avanzadilla, seguida muy pronto por otras regiones centroeuropeas, y con más demora por las del sur. En la península ibérica, sólo Cataluña destacó por su temprana industrialización, mientras en Castilla las manufacturas textiles seguían dependiendo del uso extensivo de mano de obra, más que de innovaciones técnicas y organizativas, lo que no impidió que se generara cierta acumulación de capital por parte de mercaderes-fabricantes y agentes estatales. En lo que sigue analizaré este fenómeno en el contexto de Castilla la Nueva durante la segunda mitad del siglo XVIII (correspondiente a los reinados de Carlos III y Carlos IV). Haré a continuación un esbozo de la evolución del sector textil en la plena industrialización; para concluir con un repaso de la situación presente. Espero que sirva a las/os camaradas para ampliar la perspectiva de la historia de nuestra clase, detectar cambios y continuidades, y reflexionar sobre el papel de la división sexual del trabajo en el surgimiento y desarrollo del capitalismo.

 

Cabe precisar, en primer lugar, que durante la Edad Moderna europea (aproximadamente del siglo XVI al primer tercio del XIX), los tejidos se realizaban de lana, lino, seda, cáñamo y, desde el siglo XVIII, algodón. El esparto, especialmente en la Europa del sur, también se trenzaba para diversas utilidades. Algunos tejidos se hacían con mezclas de varias fibras. Los requerimientos técnicos variaban, por tanto, según la materia prima que se empleara: la preparación de ésta no era igual para el lino o la seda, ni era lo mismo hilar para tejidos bastos o finos. Los más usados en el vestuario de las clases populares eran los de lana, llamados paños, de calidades ordinarias. Tanto estos como algunas de las telas de lujo destinadas a las clases privilegiadas, eran en su mayor parte de fabricación local. En Castilla la Nueva había habido, durante el siglo XVI, una industria textil urbana muy importante, como la de Cuenca de paños y la de Toledo de sedas, que en el XVIII se hallaba en decadencia. Como en otras regiones europeas y peninsulares, la industria urbana generaba una división del trabajo entre el campo y la ciudad, mediante la cual aquél aportaba las materias primas y las primeras elaboraciones -incluido el hilado-, y esta se concentraba en el tejido y los procesos de acabado. Sin embargo, había villas y aldeas donde se realizaba todo el proceso de producción (por ejemplo: Pastrana, Brihuega, Colmenar Viejo, Fuenlabrada, Ajofrín, entre otros). Con la crisis de las industrias urbanas en el siglo XVII, las rurales tomaron nuevo ímpetu.

 

Las manufacturas textiles castellano-manchegas presentaban todavía la coexistencia de unos sistemas de producción de tradición bajo-medieval, especialmente en el medio rural, y otros de corte proto-capitalista. Entre los primeros estaba la industria de base doméstica (domestic industry en inglés, Kaufsystem en alemán), realizada por familias campesinas en combinación con las labores agrícolas. Algunas trabajaban tierras propias o más comúnmente arrendadas, dado que, en el siglo XVIII, en torno al 67 por ciento de estas familias no poseía ni un solo surco (las Órdenes Militares eran aquí las grandes terratenientes). Lo único que les quedaba, pues, era el empleo agrario a jornal, que compaginaban con otras actividades como la arriería, el carboneo y las manufacturas. Por ejemplo, en Herencia (Ciudad Real), las mujeres producían hilados de lana, tintes, ligas, ceñidores y fajas, que, en las temporadas de baja actividad agraria, los hombres comercializaban en los mercados y ferias de otras regiones, trayendo de vuelta otros suministros. El mismo patrón de división del trabajo se observa en Horche (Guadalajara), donde las mujeres producían paños y los cabezas de familia no tenían empleos agrícolas, sino que se dedicaban enteramente al comercio. No obstante, muchas de las familias productoras de la pequeña industria pañera, aunque podían ser propietarias de sus herramientas, no lo eran de la materia prima, la lana, que estaba en manos de mercaderes y acaparadores de quienes la adquirían a crédito.

 

 

 

Este problema con las materias primas lo tenían también las manufacturas domésticas a cargo de familias que tenían en la industria su única o principal actividad. Su producción era de mayor escala, por lo que requerían el concurso de trabajadores asalariados. Las encontramos, por ejemplo, en las comarcas de La Sagra, los Montes de Toledo y La Mancha (Toledo), en pueblos como Ajofrín, Sonseca, Madridejos, Urda, Los Yébenes, Consuegra y, más al norte, Novés, entre otros. En 1750 había en Ajofrín 210 familias tejedoras, cada una con un solo telar, que producían 3.000 piezas de paño anualmente y empleaban a 371 oficiales, 94 aprendices y 1.000 hilanderas, estas últimas en gran parte dispersas por las aldeas de la comarca. En Novés eran 30 familias fabricantes, cuyas redes de trabajo se extendían por 22 localidades, dando ocupación a unas 1.700 personas, la mayoría hilanderas. Este sistema doméstico de mayor escala no sólo abastecía el mercado castellano, sino también los de Andalucía, Extremadura y Galicia. Las familias artesanas eran dueñas de sus medios de trabajo y el producto del mismo, pero no, como dije, de la materia prima, la lana, que se había convertido ya en una mercancía arrancada a los productores directos, que antaño habían dispuesto de ella1. Los cabezas de familia ostentaban el título de maestros tejedores y estaban organizados en gremio. Dentro de sus unidades domésticas, las esposas se encargaban de dirigir la mano de obra contratada, llevar la contabilidad y colaborar en el torno de hilar o el telar; los tejedores se ocupaban también de todo lo relativo a la comercialización de los paños.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 Esta es una representación muy típica de la pequeña industria doméstica, donde la mujer hila la lana en el torno y el marido atiende el telar

 

Los textiles fueron desde la Antigüedad parte de lo que la historiadora Maxine Berg llama “tecnologías femeninas”, porque fueron mujeres en su mayoría quienes desarrollaron los saberes y habilidades de esta industria, desde el cultivo y preparación de la materia prima, pasando por la hilatura, el tejido, el tinte... hasta acabar en la confección de la ropa (vestuario, ajuar doméstico y útiles diversos).

 

Y esto todavía se daba en algunos rincones de la península bien avanzado el siglo XVIII. Por ejemplo, en Villaluenga del Rosario (Cádiz), las mujeres tejían jergas, costales y lienzos, que previamente habían cardado, rastrillado, estambrado, hilado y urdido; teñían la lana con palo brasil y otras hierbas locales, tejían mantas para la gente del campo, aparejos de caballerías, costales para grano; teñían lienzos con los que confeccionaban faldas, y con la lana negra de su ganado tejían paños bastos para vestidos del vecindario. Pero lo que predominaba era una industria con una división social del trabajo mucho más compleja y jerarquizada, que estaba escindiendo al productor de sus medios de producción, a la agricultura de la industria, y presentaba ya, especialmente en las ciudades, un alto nivel de especialización y marcada división sexual. Las antaño tecnologías femeninas se transformaron en masculinas. Los hombres monopolizaron los oficios que se consideraron más cualificados, precisamente porque los realizaban ellos (en la pañería: tejido, tundido, tinte, batanado y prensado), mientras a las mujeres se las relegó a los no cualificados (preparación de la materia prima e hilatura, fundamentalmente). Si a lo largo de los siglos modernos a los artesanos, en general, se les fue despojando de sus medios, sus productos y su dominio del arte, estos a su vez despojaron a las mujeres de la propiedad de ese arte2.

 

Los oficios masculinizados se organizaban en gremios, cuyos miembros tenían públicamente reconocida su destreza a través del título de maestros, que les capacitaba para tener tienda abierta, tomar oficiales y enseñar el oficio a otros. Ser cabeza de familia implicaba también ser titular del oficio y de la maestría que conllevaba, en una sociedad feudo-corporativa y patriarcal que se reforzó con la Contrarreforma católica (Concilio de Trento). Desde la segunda mitad del siglo XVI, las ordenanzas de los gremios textiles comenzaron a prohibir el aprendizaje femenino, único canal de instrucción formal que sólo los gremios conferían, lo que suponía cerrar a las artesanas el camino a la maestría, es decir: no sólo al reconocimiento formal de su destreza sino también a la independencia profesional. Esta evolución desventajosa para la parte femenina del mundo del trabajo se observa en todas las regiones de Europa occidental. Aunque siguió habiendo mujeres en los telares, los tintes o los batanes, en general, se las escoró cada vez más hacia los dos extremos de la cadena productiva de la industria textil: por un lado, las primeras fases -preparación de las fibras e hilatura-, por otro las fases de acabado con la confección propiamente dicha y sus complementos -oficios de la aguja, tejidos de encajes, cintas, pasamanos, cordones, etc.-; precisamente los oficios que pasaron a considerarse descualificados y a los que, además, los gobiernos ilustrados despojaron incluso del estatuto de oficio3. Por consiguiente, lo que hallamos en Castilla en la segunda mitad del XVIII es una industria textil con una segregación sexual consolidada, que, al alojar a las mujeres en el sector informal de la industria justificaba el inferior coste de su mano de obra. De ello se beneficiaron sobre todo los sistemas proto-capitalistas que en buena medida fueron auspiciados por el propio Estado.

 

En la era del mercantilismo, la dinastía borbónica (en el trono desde comienzos del XVIII, tras la guerra de Sucesión), favoreció, a través de las subvenciones de la Junta de Comercio, la gestión privada de fábricas centralizadas o, como se llamaban en Francia, “manufacturas reunidas”, porque no eran sino la reunión en un solo edificio de un número de talleres, correspondientes a las distintas fases del proceso de producción, que se organizaban a la manera tradicional bajo la dirección de un maestro. Los fabricantes privilegiados eran burgueses allegados a los círculos del poder, mercaderes acaudalados, compañías comerciales o artesanos altamente cualificados que funcionaban al margen de los gremios. También la Corona estableció sus propias fábricas, que iban dirigidas al consumo de Palacio y las familias nobles. Pero su buque insignia, gran aparato de imagen de la monarquía “ilustrada”, fue la Real Fábrica de paños finos de Guadalajara, fundada en dicha ciudad en 1717. Su objetivo explícito era fomentar la producción nacional para contrarrestar la importación de textiles de calidad. Con el mismo fin operaban otras fábricas centralizadas de gestión privada que se instalaron en Nuevo Baztán (ciudad industrial creada por Juan de Goyeneche), Morata de Tajuña, Vicálvaro, Talavera... El objetivo no se alcanzó, pero por el camino destruyeron las manufacturas domésticas rurales de Castilla la Nueva.

 

Hubo asimismo mercaderes-manufactureros que optaron por la producción dispersa, organizando extensas redes de trabajo domiciliario (putting out system, en inglés, y Verlagssystem en alemán), mediante las cuales suministraba la materia prima a las unidades domésticas del medio rural y urbano para que se las devolvieran transformadas, a cambio de un precio por pieza. Un ejemplo es la manufactura del encaje del Campo de Calatrava en Ciudad Real. Un ejército de mujeres se afanaban con sus palillos para producir un artículo muy demandado por las clases privilegiadas: los encajes (llamados en la época randas, puntas y blondas). Estas artesanas pertenecían a familias jornaleras que redondeaban de esta forma sus ingresos. La materia prima, el hilo, se la proporcionaba el mercader-fabricante, que incluso podía imponerle plazos de entrega. El encaje era -y es- un arte complicado, que requiere inmensa destreza, pero lo ejercen mujeres, usa una herramienta muy sencilla (los palillos o bolillos sobre una almohadilla) y se realiza en el ámbito doméstico. Es por ello que en el siglo XVIII este arte se había transformado en uno de esos oficios que no merecían el nombre de tal, y de ahí que fuese lícito pagar a las encajeras una mísera porción del precio al que se vendía la vara de este producto en los mercados extra-regionales y ultramarinos donde se comercializaba.

 

Las encajeras eran, como las hilanderas, “una masa de trabajo sobre-explotado”, como las define Maxine Berg. En Castilla, el aumento de la producción nacional, que era el objetivo político-económico del Estado absolutista, exigía un incremento exponencial del contingente laboral, ya que la acumulación tenía lugar en un momento en que la parte variable del capital era mayor que la constante. Tanto la industria doméstica de los distritos rurales, como los sistemas proto-capitalistas de manufacturas centralizadas, necesitaban externalizar la mayor parte de la operación del hilado, ya que el número de operarias requerido sobrepasaba la capacidad de un edificio, una unidad doméstica, un vecindario e incluso una comarca, como fue el caso de la Real Fábrica de Guadalajara, que llegó a controlar a las hilanderas de su provincia más las de Madrid, Toledo, Ciudad Real, Cuenca y Soria.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 Telar similar a los que había en Guadalajara, aunque en realidad eran movidos por dos operarios

 

Esta macro-factoría, que abrió sucursales en Brihuega y San Fernando de Henares, tenía en 1791 23.590 empleados, de los cuales 18.394 –casi el 78 por ciento- eran hilanderas e hilanderos. Una parte de estas mujeres trabajaban dentro de los muros de la fábrica, donde la división del trabajo marcaba ya un desequilibrio notable en detrimento de ellas, pues, aparte del hilado, sólo se las empleaba en tareas auxiliares (desmotado, despinzado, encarrillado), peor pagadas, mientras los hombres dirigían los talleres, manejaban los telares y las demás maniobras. Otras, las más, eran hilanderas del campo y la ciudad que tomaban lana de la fábrica y la hilaban en sus casas (sistema domiciliario o putting out). Las remuneraciones de estas hilanderas, que debían sacar el hilo muy fino, pues se trataba de producir paños de alta calidad, eran las más bajas de todos los trabajadores textiles.

 

El hambre insaciable de hilo del gigante alcarreño llevó al Estado a echar mano de su denominada “policía de vagos” (equivalente a las Poor Laws en Inglaterra) para crear un contingente adicional de hilanderas e hilanderos, que eran en su inmensa mayoría niñas, niños y adolescentes. A estos se les concentró en unos nuevos establecimientos, dispersos por los pueblos, que se llamaron “escuelas de hilazas”, que llegaron a alcanzar la cifra de 168 repartidas por la Alcarria y La Mancha. Este sector infantil de la fuerza hilandera de la macro-factoría era reclutado bajo coacción. Los agentes de la fábrica y las autoridades locales de cada pueblo obligaban a las familias pauperizadas a que mandaran a sus menores a las “escuelas” -o directamente se arrestaba a los que veían por la calle mal vestidos-. Se trataba, por tanto, de una relación laboral forzada o semi-forzada, que, disfrazada de paternalismo caritativo -bajo el lema de “asistir enseñando”-, justificaba la práctica gratuidad del trabajo. Las escuelas de hilazas eran, en realidad, explotaderos de niñas y niños que trabajaban de sol a sol, a menudo bajo la férrea disciplina del maestro que adquiría la contrata, a cambio de nada o casi nada; de ahí que las deserciones fuesen frecuentes, aunque el relevo -la caza del pobre- se mantuvo constante.

 

“El sitio posee un numeroso y pobre vecindario”. Esta fue una de las razones que animó a la clase dominante a instalar la Real Fábrica en la ciudad alcarreña. Pero estas buenas condiciones se daban en muchos otros lugares, especialmente en el campo castellano, donde la miseria era el denominador común. Está demostrado que, durante el siglo XVIII, los salarios reales de los trabajadores descendieron en toda Europa. Desde el siglo XVI, los campesinos despojados de tierra y medios de subsistencia - “arrojados a los caminos” como diría Marx- formaron crecientes olas migratorias hacia las ciudades en busca de trabajo o asistencia. Este proletariado en harapos se vio abocado a la mendicidad, la vida errante y la comisión de pequeños delitos. La respuesta de las clases dominantes fue la represión a través de unas “leyes sanguinarias”, como las calificó Marx, que criminalizaban las prácticas asociadas al pauperismo y legitimaba el uso de los pobres prendidos por la “policía de vagos” como mano de obra forzada, aplicada primero a remar a galeras, después a las minas, las obras púbicas y, en el siglo XVIII, a las manufacturas que el Estado estableció en los centros de reclusión de pobres. Así nos encontramos trabajo claramente forzado en los tornos de hilar que movían las reclusas del hospicio del Ave María, en Madrid, el correccional de San Fernando, creado tras el motín popular de 1766, y la cárcel femenina llamada Galera. En esta última también hubo una escuela de hilazas para la fábrica de Guadalajara.

 

Había, por tanto, algunas hilanderas independientes, sobre todo en las industrias domésticas rurales, que cultivaban la materia prima y vendían el hilo (caso frecuente en el lino y el cáñamo); hilanderas destajistas (la relación propiamente salarial era escasa en este oficio), que constituían la inmensa mayoría; e hilanderas forzadas en los centros de internamiento y escuelas de hilar dispersas. Todas hilaban capital. En el campo castellano, la Real Fábrica y otras privilegiadas, que también tenían la capacidad para abrir escuelas de hilazas, representaban una dura competencia a la industria doméstica local en lo relativo al acceso a la materia prima y la mano de obra hilandera, entre otras cosas. Las hilanderas, además, para compensar sus míseras remuneraciones y favorecer las manufacturas locales, hacían pequeños desfalcos de la lana de calidad que se les entregaba. En 1817, últimos años de vida de la fábrica de Guadalajara, su director protestaba porque los fabricantes locales, violando el privilegio de la factoría, abrían escuelas de hilazas y preveía la inminente disminución de estas “con la planificación sucesiva de las máquinas de hilar”. Se refería, claro, a las que llevaban varias décadas funcionando ya en Inglaterra y otras partes de Europa central. Con éstas, en efecto, terminaban las hilanderas artesanas y comenzaba otra historia, aunque con ciertas continuidades.

 

Fue la hilatura y el tejido lo que movió las primeras fábricas capitalistas del textil, ya en el siglo XIX, dotadas de maquinaria más compleja y pesada, en las que se siguió recurriendo a mano de obra femenina e infantil, de inferior coste.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 Una fábrica catalana, cuyos textiles habían inundado el mercado nacional desde la segunda mitad del XVIII.

 

No obstante, la industria doméstica dispersa se mantuvo como “el departamento exterior de las manufacturas”, en palabras de Marx. En efecto, la segregación por sexo, que ya se había producido en los oficios textiles, como expliqué más arriba, arrinconó a las mujeres en los dos extremos de la cadena de producción. Cuando la introducción de maquinaria hizo declinar la hilatura artesanal, muchas hilanderas de los antiguos distritos industriales perdieron sus empleos, ya que los requerimientos de mano de obra descendieron de manera notable. En unos casos, se reconvirtieron al encaje (como sucedió tanto en la Mancha como en algunas regiones de Inglaterra) y a otros complementos textiles, cuya fabricación siguió realizándose mediante redes de trabajo domiciliario controladas por un capitalista. Incluso cuando a finales del XIX se impuso la “organización científica del trabajo” (en la llamada fábrica taylorista), el “departamento exterior” siguió funcionando. Y en uno y otro ámbito productivo, el trabajo femenino e infantil destacó.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 Fotografía tomada en una fábrica textil de la segunda mitad del siglo XIX

 

El otro extremo de la cadena productiva al que se vieron confinadas las mujeres fue la confección y otros oficios de la aguja y el pequeño telar (bordados, cintas, cordones, encajes, etc.). Ya en el Madrid del siglo XVIII había un ejército de costureras, modistas, bateras..., la mayoría de las cuales eran asalariadas o subcontratistas de sastres, roperos y otros gremios del ramo. Esta fue una industria en aumento, especialmente en el medio urbano, que utilizó medios artesanales hasta entrado el siglo XIX, cuando se generalizaron las primeras máquinas de coser.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Estas también se instalaron en fábricas, y hasta el último tercio del siglo XX, las obreras de las grandes empresas de confección han sido, en Europa, una de las caras más visibles del proletariado urbano. En Madrid, en la década de 1970, todavía recordamos a las trabajadoras de Rok, Confecciones Puente, Induyco..., que fueron, además, muy activas en la lucha sindical4. Junto a estas obreras fabriles, el batallón invisible de gorreras, modistillas, costureras, bordadoras... que ejercían en pequeños talleres o en sus casas, no ya con el torno de hilar, sino con la Singer (y también después las tricotosas).

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

En la actualidad, las mujeres continúan siendo la mayor parte del proletariado textil del mundo, y sus condiciones no difieren mucho de las que podemos encontrar en Europa entre los siglos XVIII y XIX.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 Fábrica textil en Pnom Penh, capital de Camboya

 

La diferencia es que la confección (la Moda, las Marcas) es el sector más pujante de la industria textil, en manos de corporaciones multinacionales que controlan toda la cadena de suministro, producción y comercialización, a un nivel global. Hoy se calcula que hay en el mundo de 60 a 75 millones de personas empleadas en el textil, confección y calzado, dos tercios de las cuales son mujeres. Sólo la industria del vestido (garment industry), arrojó en el año 2010 un valor de 1,3 billones de euros. Con máquinas de coser dotadas de mejor tecnología, que aumentan la productividad del trabajo, los beneficios astronómicos que generan estas empresas se deben en gran medida a que la fabricación se localiza en países de Asia, África y América central y del sur, donde la mano de obra es mucho más barata y la protección laboral y ambiental, si alguna, muy escasa. Lo que antes se había producido en las fábricas de Madrid, Barcelona y otras ciudades europeas, ahora se produce en China, Bangladesh, India, Turquía, Vietnam, Camboya, Marruecos, México, y surgen nuevos brotes en Mali, Samoa, Panamá, Chile, Burundi y Etiopía5. La empresa Mango, con sede central en Barcelona, tiene 2.598 tiendas en todo el mundo. La ropa que vende es “made in China” en un 42 por ciento, el resto se hace en Turquía, Corea del Sur, España (donde quedan talleres sumergidos de españolas e inmigrantes), Marruecos, Bangladesh, la India y Vietnam. España ostenta el dudoso honor de haber dado a luz a una de las grandes fortunas mundiales amasadas con la sangre de este proletariado; me refiero a Amancio Ortega y su emporio Inditex6.

 

Las Marcas contratan con fabricantes de esos países, que a su vez subcontratan con otros fabricantes y pequeños talleres. La cadena atraviesa los sectores formal e informal de la economía. La industria doméstica subsidiaria, que en la actualidad cae en el denominado sector informal, sigue siendo el departamento exterior de la fábrica, especialmente cuando se prevé un pico de demanda. En este sector sumergido del iceberg de la industria no hay contratos ni garantías laborales. Pero, en todos los casos, las condiciones en que trabajan las y los proletarios de la confección son draconianas: sujetos a ritmos frenéticos, en turnos de más de 12 horas, bajo la mirada de un capataz, en unos locales que en muchos casos no reúnen las condiciones sanitarias mínimas, ni la protección contra los agentes químicos que deben manipular, como los que se aplican al “desgastado de diseño” de los vaqueros. Las mujeres, que son mayoría, ganan menos que los hombres por el mismo trabajo; pero, además, sufren con frecuencia el acoso sexual de los capataces y son despedidas cuando dan a luz. El trabajo forzado también continúa siendo un “complemento”, especialmente en las fases más intensivas en trabajo. Por ejemplo, la cosecha del algodón se realiza en parte con trabajo forzado en Uzbekistán, uno de los mayores exportadores de esta fibra para las firmas de moda (incluida Inditex). El sistema llamado Sumangali de la India del sur, también implica trabajo forzado especialmente para las niñas.

 

A las condiciones descritas, se suma que los locales en que se ubican los talleres textiles en estos países se hallan a menudo en condiciones ruinosas, al carecer sus infraestructuras de un mantenimiento regular. De ahí que no sean infrecuentes los incendios y otros accidentes que producen heridos de consideración e incluso víctimas mortales. El más espectacular tuvo lugar el 24 de abril de 2013, con el derrumbe del edificio Rana Plaza, en la capital de Bangladesh, que se cobró la vida de más de 1.200 trabajadoras y trabajadores, y no menos de 2.500 heridos.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Este desastre se une a la cadena de los que el capitalismo ha producido a lo largo de su historia, similar al famoso incendio de la fábrica textil de Chicago. Todos estos asesinatos -y otros menos visibles- debemos recordarlos y denunciarlos, como lo han hecho y lo siguen haciendo año tras año las obreras y obreros de Bangladesh, que, desde la tragedia del Rana Plaza -recogida con lágrimas de cocodrilo y falsas promesas por los responsables-, han redoblado las movilizaciones, a pesar de que trabajan entre 14 y 16 horas diarias, casi siempre en semanas de 6 días, con salarios que están entre los más bajos del mundo (54 euros al mes), y la persecución a que está sometida la organización sindical.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 Devolviendo los cascotes: una de las muchas manifestaciones de las obreras textiles de Bangladesh

 

Hemos visto cómo el trabajo de las mujeres en el textil fue una pieza clave en el proceso de acumulación originaria de capital y después en la industria plenamente capitalista. Sin embargo, sabemos que las mujeres no sólo se han empleado como obreras industriales, sino que también se han ocupado históricamente en lo que hoy llamamos trabajo doméstico, esa parte no remunerada de la actividad que produce valores de uso necesarios para la reproducción de la vida -y de la fuerza de trabajo- ¿En qué medida o hasta qué punto tuvo y tiene este tipo de trabajo un papel en la acumulación de capital? Intentaremos responder a esta pregunta, o al menos a abrir un debate en torno a ella, en la Jornada que la comisión de feminismo del EEC está preparando, de cara a la primavera, que estará abierta todas las y los camaradas.

 Algunas lecturas para quienes se interesen en la historia del trabajo y la industria precapitalistas (en castellano):

 Kriedte, P., Medick, H. y Schlumbohm, J. (1986): Industrialización antes de la industrialización, Barcelona, Crítica.

Berg, M. (1987): La era de las manufacturas, Barcelona, Crítica.

DuPlessis, R. S. (2001): Transiciones al capitalismo en Europa durante la Edad Moderna, Zaragoza, Prensas Universitarias de Zaragoza.

Thompson, E. P, La formación de la clase obrera en Inglaterra, Barcelona: Crítica, 1989.

1Un fenómeno a nivel europeo, que Marx explica en el capítulo XXIV del tomo I del Capital, titulado “La llamada acumulación originaria” (edición de Siglo XXI, México, 1976, vol. 3, p. 891) y los Anexos a este capítulo en p. 923.

2El proceso de acumulación originaria también llevó consigo otros despojamientos de saberes y habilidades que tradicionalmente habían dominado las mujeres, como la obstetricia o la herboristería. Y ello se produjo mediante una violencia extrema, como describe Silvia Federicci en Calibán y la Bruja. Mujer, cuerpo y acumulación originaria, Madrid: Traficantes de Sueños, 2010.

3Lo deja muy claro el conde de Campomanes en sus famosos Discursos sobre la Industria Popular y la Educación Popular de los artesanos... .

4De esto nos habla Pilar Díaz Sánchez en El trabajo de las mujeres en el textil madrileño. Racionalización industrial y experiencias de género (1959-1986), Málaga: Atenea, 2001. Hay una muy interesante declaración de las obreras de Confecciones Puente en las Primeras (y únicas) Jornadas de la Mujer Trabajadora, que se celebraron en Madrid en 1977, organizadas por las mujeres del PCE y CCOO (se publicaron en Akal).

5Es el fenómeno llamado “deslocalización” productiva. Hay datos recogidos por Clean Clothes Campaing: Global Garment Industry Factsheet, disponible en la red. Un estudio pionero fue el de Maria Mies, Patriarchy and Accumulation on a World Scale: Women in the International Division of Labour, Londres: Zedpress, 1986.

6El blog del Viejo Topo publicó un interesante dossier sobre Inditex el 25 de octubre de 2016.


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