La degradación de la sanidad en su contexto
Los servicios públicos como la sanidad, la educación, las guarderías, la dependencia o las residencias de mayores son parte del salario que recibimos los trabajadores y trabajadoras de forma colectiva. También lo son las pensiones y las prestaciones por desempleo. No son servicios gratuitos, sino parte de nuestro salario que se nos ha descontado en forma de seguros sociales o impuestos. La mayor parte proviene de nuestras propias aportaciones en forma de cotizaciones, impuesto de la renta, IVA o impuestos especiales, como el de la gasolina. Pero también de impuestos y cotizaciones que se aplican a las empresas o a los capitalistas para redistribuir parte del trabajo generado por nosotros del que se apropiaron durante la producción.
No podemos entender nuestro salario sin tener en cuenta que la lucha de otros trabajadores en el pasado consiguió colectivizar todos estos servicios y prestaciones. Si cada trabajador tuviera que costearse individualmente esos gastos contratándolos a empresas privadas -que solo los proveen si hay beneficio-, nuestra forma de vida retrocedería cien años. Imagínate tener que hipotecar tu casa (si tienes la suerte de tenerla) para que te traten un cáncer o que tu retiro dependa de que una caída de la bolsa no haya dejado seco tu fondo de pensiones. Desgraciadamente, ya hay batallas que muchos trabajadores hemos dado por perdidas, como la posibilidad de que nuestros hijos mayores reciban formación universitaria o que los más pequeños o nuestros padres ancianos tengan unos cuidados adecuados mientras vamos a trabajar.
Los empresarios saben perfectamente que esos servicios y prestaciones públicas son salario, aunque lo sean en modo indirecto o diferido. Por eso su principal objetivo es reducirlos todo lo posible: reducir el importe de nuestras pensiones o los años que la cobramos, reducir la calidad y el propio acceso a la sanidad, reducir las plazas en guarderías o en centros de mayores públicos, etc. Cuando algo no lo pueden eliminar de la oferta pública (al menos por el momento) la alternativa para ellos es que el servicio lo ofrezca una empresa privada en lugar de empleados públicos. De esa forma ese servicio o prestación empieza a generar beneficios privados mientras consiguen eliminarlo del todo.
La privatización y la degradación de los servicios públicos no nacen de que los políticos sean unos corruptos y quieran darle negocio a sus amigos o familiares. Por supuesto que habrá muchos corruptos, y que, puestos a privatizar, empiecen “regalando” el servicio a la empresa de un amigo. Pero esa no es la razón, sino el medio. El objetivo es un objetivo de clase, no particular, pues después de esa privatización ese servicio quedará ya indefinidamente como una mercancía más que generará beneficios para la clase capitalista.
Los partidos que tienen menos complejos a la hora de declararse “liberales” (no les gusta hablar de derechas o izquierdas), acelerarán estos procesos al máximo cada vez que consigan una mayoría absoluta. Lo vimos en las privatizaciones de grandes empresas públicas de Aznar, la experiencia de tantos años en la Comunidad de Madrid, o en la primera legislatura de Rajoy. Pero los partidos que, con la boca pequeña, siguen hablando de lo “social”, en realidad no pasan nunca de ser social-liberales. Así, sabemos que las privatizaciones de Aznar no fueron más que el segundo capítulo de las que inició Felipe González; la Ley 15/97 que permitió la irrupción de las empresas privadas en la Sanidad Pública fue apoyada en el Parlamento por el PP, el PSOE, CiU, PNV y CC; y la reforma laboral de Rajoy de 2012 solo hundió más profundos los clavos que ya había puesto la reforma de Zapatero de 2010. En estos momentos, Pedro Sánchez presume ante quien quiera escucharle de que los fondos de Bruselas destinados a la sanidad se canalizarán dentro de la “colaboración público-privada”, y no utiliza términos distintos a cuando se refiere a la fabricación de baterías.
Sanidad pública o beneficio privado, no hay término medio
Así pues, los problemas en la sanidad no son un hecho aislado de la Comunidad de Madrid. En muchos casos, Madrid, Cataluña o Comunidad Valenciana han servido de centros de ensayo para políticas que luego se han extendido por todo el Estado o se han consolidado a nivel nacional. La construcción y gestión privada de hospitales y plantillas financiados por la sanidad pública, la cesión de las pruebas médicas a laboratorios privados, la externalización de los servicios de limpieza, comida o mantenimiento, las unidades de gestión clínica o el copago son elementos nefastos que se han normalizado en las últimas décadas desde todos los niveles de las administraciones. En un nuevo frente de ataque, la reducción de los salarios de los profesionales médicos que ha empezado a aplicar la Comunidad de Madrid, está dando lugar a que estos se vayan a otras comunidades que todavía pagan mejor. Pero los mercados nivelan a la baja, y en esto también podremos comprobar dentro de unos años cómo los bajos salarios se han convertido en la norma de todo el Estado sin posibilidad de escape.
La pandemia de COVID-19, lejos de servir para elevar los estándares de la sanidad pública, como muchos ilusos esperaban al principio, ha supuesto una aceleración de los procesos de privatización que hemos mencionado. Si los trabajadores llegamos a esta encrucijada sin la conciencia de clase ni la organización necesarias para comprender que somos víctimas de un ataque del capital a un importante capítulo de nuestro salario, será imposible que podamos plantar cara desde la posición política que la situación requiere. Y podemos dar por seguro que posición política no consiste en tener a cuatro progres que dicen estar sentados en “el poder” en nuestro nombre. Los fondos europeos y los planes de “modernización” solo servirán para acelerar los procesos de privatización.
Todos hemos podido comprobar cómo funciona su famosa “digitalización”. Teléfonos que no responden, consultas telefónicas en las que el médico (el que te toca ese día) no puede realizar un diagnóstico real ni enviarte a un especialista, teleoperadores que te dan largas o te pasan entre ellos sin resolver nada. Lo que empezó bajo la justificación de una pandemia inesperada se está intentando asentar como modo de generar gigantescos ahorros en instalaciones, personal y atención. Pero imponer la atención remota requiere que los pacientes no puedan acudir a un centro físico. Así, los centros de atención primaria de la Comunidad de Madrid llevan sin urgencias más de un año. Ahora, yendo un paso más allá, se anuncia que este verano se van a cerrar hasta 41 centros de salud para ahorrar en médicos que suplan la ausencia de los que se encuentren de vacaciones. La excusa podía ser cualquiera, el fin está claro: dejar sentado el precedente de que se pueden cerrar los centros de salud.
En los cálculos no se tendrá en cuenta la reducción en esperanza y calidad de vida por culpa de la detección y tratamiento tardíos de los problemas médicos. Solo se medirán el ahorro en gasto sanitario público (salario indirecto) y los beneficios mercantiles que empiecen a generar los que se decidan a dar el salto al seguro médico privado.
Y es que la degradación intencionada de la Sanidad Pública da lugar a que, aquellos que se lo pueden permitir, terminen cediendo y opten por la solución individual. Madrid es la Comunidad Autónoma donde más habitantes han contratado un seguro privado. A finales de 2020 nada menos que un 37% de madrileños se habían cubierto con un seguro de salud de pago. Le sigue de lejos Cataluña con un 32%. Pero el fenómeno se ha extendido por todo el país. Si durante la pandemia se redujo el gasto en seguros de otros tipos, casi medio millón de españoles contrataron un seguro de salud nuevo en 2020.
Si llegamos a comprender la magnitud de la apuesta comprenderemos que no existen las soluciones individuales o sectoriales. Nadie puede eludir el problema a futuro por poder pagar con 40 años un seguro privado que cubra solo los tratamientos más sencillos (y baratos). No es un mero problema de diferencias salariales entre comunidades autónomas o de trato diferenciado a los médicos novatos. No se trata de la justa -y aislada- lucha de los trabajadores de tareas externalizadas que pelean por volver a ser parte de la plantilla, o de los interinos que buscan una estabilidad laboral. Tampoco se puede reducir a las demandas de los usuarios de un servicio. Se trata de todas estas cosas al unísono y de mucho más: ya hemos visto que nuestra necesidad de defender la sanidad tiene las mismas raíces que la pelea por mantener y mejorar las pensiones o reclamar un acceso mejor y más amplio a cualquier otro servicio público.
Llevar a cabo una lucha efectiva requiere elevar nuestro nivel de organización como clase trabajadora, pues lo que tenemos enfrente es el ataque de otra clase: el capital. Ahora toca mantener abierto el centro de salud, pero no es más que otro capítulo en la disputa permanente e inevitable entre el salario y los beneficios empresariales.
Espacio de Encuentro Comunista, junio 2021
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