Trump, los tacones de la rubia y el amor de Carmena: sobre las incoherencias del pensamiento liberal y feminista posmoderno II (desde el corazón)



Volvemos sobre las trampas que encierra el discurso liberal y feminista posmoderno, que, como dominante en la política institucional de signo “progresista”, en los grandes medios y en la Universidad, lo llamaré abreviadamente “feminismo institucional”1. Este discurso, y las políticas que inspira, es hegemónico desde hace al menos tres décadas, período durante el cual ha ido enraizando la política neoliberal orientada a acabar con los derechos sociales, el llamado Estado de Bienestar. Tenemos, por tanto, suficiente perspectiva ya como hacer balance de sus resultados y consecuencias, que -dicho por adelantado- no se auguran óptimas para la mayoría de las mujeres, ni para el feminismo como movimiento de emancipación. Por eso es importante ser conscientes y plantarle cara.

 

Empapado de las ideas del liberalismo, el feminismo institucional tiende a hacer tabla rasa de que la sociedad está dividida en clases o, en el mejor de los casos, considera que la diferencia de clase es un dato secundario, que no crea identidad. De ahí que los papeles protagonistas de sus discursos vayan a las diferencias/identidades de género, de etnia/raza y de orientación sexual, fundamentalmente; y que sus propuestas se dirijan a las mujeres, las minorías étnicas y la comunidad homosexual-transexual (colectivos LGTB). Esto es lo que en el mundo anglosajón, que es quien dicta las tendencias, se llama “políticas de identidad”, y que nosotras llamamos hacerle el juego al capital. Veamos por qué.

 

Recientemente hemos visto cómo estas políticas de identidad se han estrellado en los EE.UU, donde el partido demócrata, cara progresista del duopolio que siempre gobierna, las ha venido aplicando en sus sucesivos mandatos, para perder finalmente las elecciones frente a un personaje que simboliza todo lo contrario (misoginia, xenofobia y homofobia): Donald Trump. Alguien que conoce bien la realidad estadounidense -aunque desde las altas atalayas de la Academia- como el señor Vicenç Navarro, advertía hace poco de lo erróneo de poner toda la atención en la persona de Trump, como están haciendo en los grandes medios, y del nulo poder explicativo que tiene el adjetivo “populista” con que se le describe, pues la clave de su inesperado triunfo hay que buscarla en la crítica situación en que se halla la clase trabajadora blanca estadounidense -como toda la clase en su conjunto-, que ha desarrollado un fuerte resentimiento contra el stablishment político-mediático (corporate class); y hay que buscarla también en lo mal que lo ha hecho el último presidente demócrata2.

 

En efecto, el tamdem Obama-Clinton, además de seguir desahuciando, recortando prestaciones sociales, negociando tratados de libre comercio y beneficiando al sector financiero, puso a funcionar la maquinaria de las “políticas de identidad antidiscriminatorias” (lo que aquí se llamó “discriminación positiva” o “acción positiva”). Se siguió, por un lado, señalando cuotas para mujeres y minorías raciales en organismos públicos, que normalmente benefician al sector más acomodado de dichas minorías3; y, por otro lado, destinando ayudas federales, migajas en realidad, a los más afectados por la pobreza, esto último aderezado con una esquizofrénica atención mediática. Así, mientras los medios conservadores repiten el mensaje de que los receptores de estas ayudas son unos parásitos que chupan los impuestos pagados por otros, los medios “progresistas” o “alternativos” se hacen portavoces de la denuncia de la discriminación racial y de género que sufren estos colectivos4. En esta situación, el varón blanco de clase trabajadora no tiene quien le escriba: ni se beneficia de las cuotas, ni es el principal receptor de las ayudas federales, ni sus desgracias son noticia5. Sus condiciones de vida se han deteriorado notablemente, los barrios de sus ciudades, en otro tiempo industriales, se caen a pedazos; su deuda (de vivienda, sanidad, educación, multas y tarjetas de crédito) es abrumadora; su esperanza de vida ha disminuido drásticamente, porque ya en números alarmantes se suicidan voluntaria o involuntariamente, al llegar a los 40-50, con sobredosis de opiáceos -legales e ilegales6.

 

Aunque, en realidad, son las minorías raciales (negros e hispanos sobre todo) quienes sufren las peores consecuencias de un capitalismo depredador, opresor y racista, de un Estado carcelario y policial que asesina impunemente y enjaula a pobres de todos los colores y géneros, para beneficio de empresas privadas, las políticas identitarias centradas en la cuestión racial han invisibilizado al resto de la población trabajadora, que todavía es, en algo más de la mitad, blanca no hispana7. Y, aunque son las mujeres de clase trabajadora, incluidas inmigrantes, quienes soportan los mayores niveles de pobreza y violencia sistémica, el énfasis en la discriminación femenina invisibiliza también al varón blanco sin recursos. La violencia que ejercen los aparatos estatales contra la mitad de la población, que en ese país vive al borde de la indigencia, no es una cuestión racial, no son sólo policías y jueces varones blancos los brazos ejecutores de esta violencia; es una cuestión de clase, una lucha de clases en la que la raza juega un papel primordial.

 

Vemos, pues, que las políticas de identidad, con su pátina progresista, al pretender combatir la discriminación racial, en el fondo están alimentando sentimientos racistas -que ya de por sí tienen una larga tradición y continuidad en organizaciones como el Ku-Kux-Klan-, como por otro lado lo hacen los conservadores con su retrato del “pobre, drogadicto y delincuente” y de la negra pobre como "la reina del Bienestar”. La clase dominante sabe muy bien cómo operar la palanca de la raza para mantener dividida a la clase trabajadora. Del mismo modo, las políticas que pretenden combatir la discriminación sexual pueden llegar a producir el efecto contrario. Si no se tiene en cuenta que blancos, negros, hombres, mujeres, heterosexuales, homosexuales, si dependen de un salario para subsistir, son pasto de la patronal, la oficina de empleo, la cárcel y la brutalidad policial, entonces lo que estamos haciendo es engañar al pretender que se quiere liberar a quien en realidad se quiere seguir explotando.

 

El profesor Navarro acierta en muchos puntos de su análisis, pero se alinea con los grandes medios de comunicación al omitir determinados datos. Afirma que, en la última campaña electoral estadounidense, los únicos políticos que se dirigieron a la clase trabajadora como tal fueron el social-demócrata Bernie Sanders, que disputó con Hillary Clinton las primarias del Partido Demócrata, y Donald Trump, candidato republicano que prometió acabar con todo lo que tiene más cabreada a la población obrera blanca masculina, entre otras cosas, los tratados de libre comercio que provocan la huida de empresas al exterior, y las ayudas federales a las minorías. En realidad, hubo otros partidos en la contienda presidencial que también tomaron a la clase trabajadora como interlocutora, como el Partido Verde -con una agenda anti-imperialista mucho más clara-, y organizaciones propiamente obreras como el Partido Socialismo y Liberación, que son sistemáticamente silenciadas en los grandes medios y no reciben un duro. Por otro lado, el profesor Navarro tiende a la generalización y a tomar la parte por el todo. Es verdad que el voto blanco trabajador ha sido decisivo en la victoria de Trump, un voto que fue para Obama en las anteriores elecciones, y una parte del cual habría ido a Bernie Sanders de haber sido este el candidato demócrata, según las encuestas. Sin embargo, hay que contemplarlo en su justa medida: del entorno del 57 por ciento del electorado que votó, algo más de la mitad lo hizo por Clinton8; y los que lo hicieron por Trump no fueron sólo trabajadores blancos, sino también buena parte del voto republicano de siempre, que sale de la clase media-alta y empresarial. Son significativos dos detalles, sin embargo: que la población trabajadora negra, profundamente decepcionada con Obama, se abstuvo de votar esta vez, con lo que el partido demócrata perdió una de sus más fieles bases electorales; y que del 25 por ciento de mujeres que votaron (de todos los colores pero mayormente blancas), algo más de la mitad lo hizo por Trump el misógino (el 45 por ciento entre las universitarias). Deberían hacérselo mirar las políticas identitarias, pero prefieren apuntar a Rusia.

 

El peligro de estas políticas, que dejan en la cuneta a la clase trabajadora, no es sólo que facilita el surgimiento de personajes como Donald Trump -tan antiobrero en el fondo como Clinton u Obama-, sino que también prepara el terreno al anti-feminismo. Sin embargo, las políticas progresistas de estas latitudes siguen empeñadas en aplicar al dedillo estas recetas y banalizar el feminismo hasta niveles de absurdo y ridículo difíciles de superar. Pondremos cuatro ejemplos más cercanos en el espacio y el tiempo: el Orgullo amoroso de la alcaldesa Carmena, la feminización de Unidos Podemos, los tacones de Cristina Cifuentes, y la campaña originada en las redes sociales contra el manspreading (que, en román paladino, significa “despatarre masculino”). La moda es que hay que decirlo todo en inglés, idioma del amo, que queda más fino.

 

“Ames a quien ames, Madrid te quiere”, dice la alcaldesa de la Ciudad del Amor.9 Esta es la parte intangible del presupuesto que el Ayuntamiento ha destinado a la propaganda de esa mega-empresa gaypitalista -como decía Shangay Lili- llamada World Pride. Para demostrar cariño a la comunidad LGTB y su poder de compra, Carmena ha cogido de algunos semáforos al tradicional monigote que indica si puedes pasar o no, y le ha puesto faldita y coleta, o acompañado de otro con faldita y coleta, o sin la faldita y de la mano de otro también sin ella -y sin coleta. Un detallito que personalmente no nos molesta, porque apoyamos el derecho a expresar libremente la sexualidad, pero que preocupa porque, además de los 21.747 euros que ha costado operar al monigote, al ponerle rasgos de género y orientación sexual estamos reproduciendo lo que el feminismo siempre ha combatido: los estereotipos de género, que han sido elementos seculares de la opresión de las mujeres ¿Por qué tenemos nosotras que identificarnos con la falda y la coleta? ¿Es que todas las llevamos? ¿Por qué no haber puesto a monigotes con túnica o velo, para, de paso, amar a las otras etnias? Ingenua de mí, nunca me figuré -y creo que no soy caso aislado- que el monigote de los semáforos tuviese sexo, lo percibí como lo que creo intentó ser: el esquema básico de una figura humana (cabeza, brazos y piernas).

 

Este afán por contemplar el mundo a través de las lentes de lo femenino y lo masculino contribuye a la postre a apuntalar la ideología patriarcal de toda la vida. Por ese terraplén se desliza la declarada apuesta de Unidos Podemos por “feminizar la política”. Heredera de la idea propagada por el feminismo liberal burgués de que las mujeres, por naturaleza o aprendizaje, tenemos capacidades diferentes y mejores para la política, la actual preocupación de nuestras parlamentarias y concejalas es impregnar el “espacio político” de virtudes supuestamente femeninas, la reina de las cuales es la “ética del cuidado” (disposición de amar, cuidar y tener en cuenta a los demás)10. Como alumnas aventajadas del posmodernismo, las feministas institucionales dicen entender la política también como “una actividad orientada a cultivar la solidaridad, las emociones positivas y los sentimientos morales”11. Por ello creen que las mujeres, al haber hecho de las relaciones interpersonales un rasgo de su identidad, debido a su rol como cuidadoras en el ámbito doméstico, están en mejor posición que los hombres para poner en práctica la ética de los cuidados, que, con todo, “interpela también a los varones”12.

 

El medio para que la ética del cuidado triunfe, nos explican, no pasa sólo por cuotas y reformas legislativas, que consideran necesarias, sino: “formando identidades masculinas y femeninas que superen los lastres del patriarcado; que superen la mística de la feminidad en el ámbito privado y los procesos de masculinización en el espacio público”; porque el objetivo es “subvertir los códigos culturales dominantes”. El problema es que eso no se consigue apelando constantemente a los códigos que son dominantes desde San Agustín de Hipona, inspirado por Platón, que dictan que el ámbito de los sentimientos y las emociones es propio de lo femenino y, por tanto, de las mujeres; y que el ámbito de la razón y la inteligencia es propio de lo masculino y por tanto de los varones. No se forjan “identidades que superen la mística de la feminidad” reforzando las rancias místicas de las feminidades y las masculinidades, que ahora se presentan con maquillaje posmoderno. Lo que se hace es desvirtuar el feminismo que es el mejor modo de alimentar el antifeminismo (como alimentan el anticomunismo aunque de otra forma).

 

Lo que debería hacer la política que dice defender a “los más vulnerables”, no es feminizarse, sino tomar medidas feministas, como, por ejemplo, desprivatizar los servicios municipales, entre los cuales uno muy importante es la ayuda a domicilio, precisamente, un trabajo de cuidados que desempeñan mujeres en su gran mayoría, y que las empresas concesionarias exprimen al máximo por retribuciones mínimas. Ellas mismas lo han manifestado en múltiples ocasiones, pero apenas son escuchadas ni son noticia. En una de sus recientes movilizaciones frente al ayuntamiento de Madrid, las auxiliares de ayuda a domicilio fueron multadas por la policía municipal por usar megafonía, infringiendo los niveles de ruido permitidos, gesto muy poco “femenino” para quienes pretenden feminizar la política. Se ve que la alcaldesa de Madrid no reparte su ternura por igual, ya que el World Pride sí tiene carta blanca para meter todo el ruido que quiera por “motivos sociales y económicos”, según trascendió a la prensa. Otra medida feminista que les proponemos a las feminizadoras es estirarse más con las partidas destinadas a dar ayuda a las mujeres maltratadas sin recursos, muchas de las cuales no denuncian porque no se sienten apoyadas ni protegidas, no notan esa solidaridad tan femenina.

 

El feminismo institucional no es sólo uno de los instrumentos para reproducir el sistema capitalista, sino también un trampolín para posturas pseudo y anti-feministas. Las burguesas conservadoras que no tienen ni han tenido idea de feminismo, porque nunca se han identificado con este movimiento, encuentran facilísimo, para mostrar una cara progre, volverse feministas; aunque el discurso que manejan -si se puede llamar así- lo hilvanan torpemente con los términos puestos en boga por el feminismo institucional posmoderno, que suelen cazar al vuelo como moscas y mezclarlos en composiciones delirantes. La entrevista que recientemente publicó SModa a Cristina Cifuentes ha dado el gong en este sentido13. Para la presidenta de la Comunidad de Madrid, “sin tacón no hay reunión” y “hacerse la rubia”, significando la tonta, es la mejor estrategia cuando se está entre políticos varones. Sostiene que el feminismo va cambiando, que antes había más estereotipos, y para argumentarlo echa mano de un arsenal de burdos estereotipos, como que el “feminismo tradicional” iba contra los hombres o que “las feministas de antes no se arreglaban”; porque, vamos a ver, ella tiene “amigas que son feministas y van perfectametne arregladas” -arreglo que incluye tacones de diez centímetros o más, entre otros elementos dictados por la industria de la moda-. La Rubia, por supuesto, también considera que las mujeres tienen “más capacidad de empatía para ejercer los liderazgos”, y que, una vez conseguida la igualdad legal, ya sólo quedan “micromachismos”. Esto tan solo la legitima para graduarse de feminista. Ahí es nada.

 

El pensamiento posmoderno, que repudia lo macro y adora lo micro, explica que el feminismo institucional ponga toda la carga en identificar micromachismos, para ser conscientes de ellos y combatirlos. El problema es que tanto énfasis en los machismos al microscopio puede provocar que alguien con las lentes desenfocadas los encuentre donde no los hay, como ha sucedido recientemente con la campaña surgida en las redes sociales contra el despatarre masculino en los asientos de los transportes públicos. Me recuerda un poco a esa caza del gamusino con teléfono móvil que entretuvo a millones de imbéciles el año pasado. Ya sabemos que desde nuestra tierna infancia también se nos educa en la postura, de ahí que nosotras tendemos a sentarnos con las piernas juntas y ellos suelen abrirlas, lo que a veces produce que invadan ligeramente con las rodillas el espacio de los asientos contiguos ¿Se puede considerar esto machismo? Si el varón lo hiciera conscientemente para expulsar de su lado a las señoras -como hacen los judíos ortodoxos en los aviones y autobuses-, o para expresar que el espacio es suyo, entonces podemos hablar de una actitud machista. Pero los hombres que se sientan con las piernas abiertas lo hacen en su gran mayoría inconscientemente, y si, como ocurre cuando él o ella te ponen la mochila en el asiento vacío de al lado, le dices ¿Me permite?, seguro que junta las piernas como quita la mochila. Dar crédito a estas campañas gastando presupuesto público en poner pegatinas en el transporte contra esta práctica lo único que consigue es mover a la risa, ganarse enemigos y tratarnos como si fuésemos mem@s.

 

Cuando se pierde de vista que la sociedad está dividida en clases y cuando se deja de actuar sobre las causas estructurales que provocan la opresión femenina, a lo menos que se llega es a ser vivero de posturas reaccionarias. Hace muchos años, cuando empezaba a tomar vuelo el posmodernismo, lo decía una feminista francesa de la corriente radical, Christine Delphy: “el feminismo disfrazado de posfeminismo es el antifeminismo”, y poco después Joan Hoff veía cómo el género se estaba convirtiendo en “una categoría posmoderna de parálisis”. Los resultados están ahí. Como feministas marxistas debemos analizar y denunciar el carácter burgués de este feminismo institucional; y como mujeres de clase trabajadora exigir a esos partidos que dicen defender nuestros derechos que tomen medidas verdaderamente feministas, como la derogación de las reformas laborales, la universalidad y gratuidad de los servicios sanitarios y educativos o el reconocimiento y la ayuda a las que se dejan la piel “cuidando”; porque estas medidas no sólo redundarían en beneficio de la mayoría de las mujeres sino también de sus hijos, padres, parejas y amigos. Vamos a desenmascarar las falacias que encierra el discurso institucional, abrir debates en nuestros puestos de trabajo, familias y asociaciones, construir nuestras propias ideas y prácticas, y hacer de ellas un arma de lucha feminista por el socialismo, hacia la abolición de todas las opresiones.

 

Julio de 2017

 

 

 

 

1La visita anterior fue en “La señora Clinton y su techo de cemento: sobre la incoherencia del discurso liberal y feminista posmoderno”, publicado en encuentrocomunista.org el 15 de noviembre de 2016.

3Condoleezza Rice fue una de estas beneficiarias. La cuota contribuyó a auparla a las alturas cuando fue Secretaria de Estado con G.W. Bush en 2004. Minorías raciales en EEUU se llama a los nativo-americanos, afro-americanos, hispanos y asiáticos.

4Lo mismo pasa con los LGTBs, que son vilipendiados por los medios conservadores, mientras en los más alternativos parece que no hay noticias más importantes que la lucha de las personas trans por el derecho a entrar al servicio acorde a su género.

7EE.UU es un estado racista fundado sobre la idea del supremacismo blanco; por eso la población es minuciosamente clasificada por su raza (race), que, aparte de la blanca, es la nativo-americana, la afro-americana, la hispana y la asiática.

8Al presidente y vicepresidente de la nación no los eligen los votantes sino el Colegio Electoral. Hay que subrayar también que el sistema electoral norteamericano es notablemente antidemocrático, pues desincentiva el voto, los lugares y aparatos donde se vota no ofrecen ninguna garantía de transparencia, no hay supervisión de agentes independientes, y existe también la costumbre de “purgar” a determinadas minorías de las listas de votantes. Por ello es muy difícil establecer estadísticas fiables.

11Está claro que a las mujeres nos han educado para potenciar las relaciones afectivas y la inclinación al cuidado, mientras a los hombres se les ha educado para inhibir ese potencial. Aún y ello todavía encontramos mujeres que no sienten la más mínima inclinación por el cuidado, y hombres que por el contrario se desviven. La capacidad de amar y cuidar no tiene sexo o los tiene todos.

12Y declara abiertamente: “La feminización de la política pertenece al mundo de la poshegemonía, en el que la lucha y la ideología de los macrorrelatos de la izquierda y la derecha ya no motivan, ni movilizan ni socializan”.


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