Desde la primera reunión del EEC se estuvo planteando la necesidad de hacer un estudio sobre la situación real de la clase trabajadora en el Estado español. En la prensa o en la misma calle es corriente oír hablar de generalidades como la precariedad, la pérdida de importancia de la industria o incluso sobre la desaparición de la razón de ser del trabajo ante un capital que ya no le necesita. Es difícil distinguir ya lo que pueda ser un tópico de un presupuesto de la economía ortodoxa. Lo que es seguro es que nunca se oye directamente la voz de los trabajadores.
La realidad es que en nuestra organización no tenemos fuerza para acometer un trabajo de esta envergadura formalmente, un trabajo riguroso. La Comisión de Movimiento Obrero es pequeña y está muy volcada con los conflictos que van surgiendo. La alternativa que se propone en la reunión de hoy es más modesta, pero nos permite comenzar a abordar el tema. Sabemos que a las reuniones del Espacio acudimos trabajadores y trabajadoras de múltiples sectores y condiciones laborales, sectores muy representativos, de los que mueven un gran porcentaje de la economía de este país. La intención de la reunión es poner en común, sin grandes palabras y sin textos preparados, nuestra experiencia como trabajadores desde dentro del sector al que pertenecemos. Saber de primera mano qué trabajos se realizan, qué condiciones se dan, qué perfiles emplea, el tamaño de las empresas, etc; siempre respetando el nivel de detalle que cada uno desee dar.
Algunos datos nos ayudarán a situar el texto. Por un lado, para facilitar su lectura, se ha intentado sintetizar la discusión que se generó -con numerosas intervenciones y preguntas- para reflejar la esencia de lo tratado. También aclarar que los datos aportados por cada participante están sacados de su conocimiento o experiencia personal; aunque puedan no representar una cifra exacta al día de la fecha, reflejan lo que en la práctica es una magnitud o una tendencia. Por último, aclarar que, para permitir hablar con más libertad a los participantes, se ha evitado dejar por escrito determinados detalles.
Para abrir el debate se ha invitado a dos camaradas que participan en dos de las luchas en las que más ha colaborado el EEC en los últimos meses, la del sector del taxi contra las VTC y la de los trabajadores temporales de las Administraciones Públicas.
El taxi
El taxi es un sector muy complejo por la combinación de situaciones laborales que se dan en él: autónomos, autónomos con un empleado, pequeños empresarios y asalariados. Además, en los últimos años el gran capital ha entrado en escena a través de las empresas propietarias de licencias VTC y de las plataformas online que pretenden hacerse con el control del sector. Puede no parecer un sector representativo del asalariado nacional medio, pero veremos que la compleja combinación de relaciones laborales y tipos de empresa que conviven en él, casi nos sirve como un modelo a escala reducida con el que comprender las contradicciones que se dan en el modo de producción capitalista. La persona que hace la exposición es miembro del EEC y trabaja en el sector. Nos hace una introducción al tema aportando datos actualizados y responde a las preguntas de los asistentes a la reunión.
Lo primero que se nos aclara es que las VTC no son algo nuevo, llevan muchos años conviviendo con el taxi. Tienen su origen en lo que en su momento se conoció como “el gran turismo”, que atendían hoteles, tanatorios, etc. En el año 1987 aparece la primera regulación legal que permitía que la Administración denegara autorizaciones en base a un “equilibrio del mercado”. En el año 98 fue cuando se concretó más esta limitación y se marcó la famosa ratio de un vehículo VTC por cada treinta taxis de la que tanto se habla hoy. Pero fue en el año 2009 cuando la Ley “Ómnibus” de Zapatero liberalizó el sector. En ese momento fue cuando empezaron a pedir las licencias VTC empresas buitre, inversores, etc. La ley establece que el responsable de conceder estas licencias son las Comunidades Autónomas y, en un principio, éstas no mostraron mucha disposición a darlas, ya que la Ley “Ómnibus” contenía medidas muy diversas y era de difícil aplicación. Los solicitantes actuaron por la vía judicial, donde forzaron su obtención apoyándose en el texto legal y con el apoyo explícito de la CNMC. Posteriormente, en el año 2015, la legislación vuelve a la situación marcada en el año 98, pero todas las licencias solicitadas entre 2009 y 2015 han sido refrendadas posteriormente por el Tribunal Supremo apelando a criterios de no retroactividad.
En noviembre de 2018 hay a nivel de todo el Estado 12.200 licencias de VTC frente a 65.400 taxis, con lo que la ratio real es de 1 a 5. En Madrid la cosa está peor, pues llega a ser de un vehículo VTC por cada 2,5 taxis. En realidad, entre Madrid y Barcelona tienen la mitad de los vehículos VTC de todo el Estado.
La lucha contra este intruso se fue gestando poco a poco, con más y más organizaciones del taxi adhiriéndose, pero la realidad es que la puesta de largo pública, la famosa ocupación del Paseo de la Castellana a finales de julio de este año, tuvo mucho de espontánea. Las protestas de esos días fueron el detonante que dio lugar al último Real Decreto que ha congelado la ratio actual por cuatro años. Se supone que en ese tiempo las VTCs se tienen que haber amortizado, y entonces pasarán las competencias a las CCAA y a los ayuntamientos.
A continuación se nos explica cómo funcionan Uber y Cabify. Estas empresas no tienen coches ni conductores. La relación con ellos es pagando por estar dado de alta en su aplicación y ser asignado a los servicios requeridos por los usuarios de las plataformas. Lo que hacen es cobrar un 25% de la facturación que haga cada vehículo. Solo admiten trabajar con empresas que tengan como mínimo siete vehículos, empresas que son las titulares reales de las licencias VTC. Uber y Cabify no tienen licencias. Si hay autónomos que se quieran dar de alta, tienen que agruparse en forma de empresa y juntar al menos esos siete coches requeridos. Los conductores que realmente llevan los vehículos trabajan turnos de 12 horas en seis días a la semana bajo el control de la aplicación. Ganan unos 950 euros, aunque existen unos pluses ligados a objetivos que son muy difíciles de alcanzar.
En cuanto al taxi, hay dos formas de trabajar. La más clásica es la de ser autónomo normal con una licencia y conducir uno mismo el taxi.
La otra es la de ser asalariado del propietario de la licencia. Dentro de esta modalidad hay dos variantes. Si se trabaja a porcentaje, el conductor se puede llevar el 30, el 40 o el 45 por ciento de la facturación diaria según el acuerdo, sin fijo. Se suelen hacer turnos de entre 54 y 60 horas semanales. Pero últimamente también se está imponiendo la costumbre de que el conductor pague un fijo al propietario de la licencia, un fijo que puede variar entre 80 y 100 euros diarios, más 5 euros para el caso de un despido futuro. El combustible también suele ser a cuenta del conductor. En esta modalidad hay que trabajar la totalidad de las 16 horas permitidas para poder llevarse un beneficio a casa. Los conductores están dados de alta y deben figurar en la revista anual del taxi, pero si se les contrata a tiempo parcial por cuatro horas, es casi imposible demostrar la cantidad de horas que han trabajado en realidad.
En Madrid hay 9.400 taxistas que trabajan ellos solos su propio taxi como autónomos. El resto de licencias, unas 6.300, se dividen a partes más o menos iguales entre propietarios de licencia que se reparten el taxi con un asalariado, y otros que no conducen y lo dejan cien por cien en manos de una asalariado. Una subcategoría en este último caso son los “floteros”, propietarios de más de una licencia que las tienen todas para explotar, en algunos casos subarrendadas.
El gasto de un taxi contando seguro, combustible, amortización, etc. ronda los mil euros al mes. Partiendo de esta cifra de gasto base hay que entender el grado de explotación al que se ven sometidos los conductores asalariados, obligados a generar un excedente para el propietario de la licencia, aparte del ingreso propio.
Tanto las licencias de taxi como las licencias de VTC son un recurso escaso. Su precio marca la inversión inicial a partir de la que se puede comenzar a trabajar para generar el sustento de unos y la plusvalía de otros. La subida o bajada de los precios de reventa señala las expectativas de obtención de beneficios a partir de su uso y/o explotación. Las licencias de VTC están al alza. Su precio de obtención inicial en la Administración Pública era de 36 euros, pero se han revendido posteriormente por 12.000, y se están vendiendo ya por 70.000. En el taxi ha ocurrido igual históricamente, pero ahora, sin embargo, “cotizan” a la baja. Se han llegado a vender por 200.000 euros, pero en estos momentos rondan los 130.000. El número de licencias del taxi no crece desde hace muchos años, y hace ya décadas que se dio por asumido que el taxista podía traspasarla como medio de obtener “algo para la jubilación”. Según el reglamento de Madrid capital, no se pueden tener tres licencias de taxi. Sin embargo, hay casos puntuales en que se llegan a reunir hasta veinte licencias entre varios familiares.
En cualquier caso, el volumen de la explotación que se puede alcanzar en el taxi palidece ante las cantidades que se mueven con las VTC. Hay empresas propietarias de 3.000 o 4.000 licencias. Son empresas potentes, con organizaciones patronales y un volumen de capital que las habilita para influir en los cambios legislativos. Tampoco faltan los casos de “tránsfugas”, como uno de los presidentes de la Asociación Gremial del Taxi que tiene 60 licencias VTC, o un tal J.A. Parrondo, expresidente de dicha asociación que participa actualmente en una empresa que gestiona tres mil licencias.
Las esperanzas del sector del taxi están puestas en la transmisión de las competencias a ayuntamientos y comunidades. Así, por ejemplo, la alcaldesa de Barcelona lanzó la propuesta de hacer una doble regulación, y separar el número de licencias existentes del número de las que podían operar simultáneamente, reduciendo así el número de vehículos VTC circulando en un momento dado. El problema de estas soluciones es que están sujetas a la voluntad del político local de turno, con lo que la lógica del capital acabará operando a medio o largo plazo a favor del mercado.
Y es que, como comentábamos en el texto que publicó el EEC sobre el problema del taxi, el motivo último que opera tras esta transformación en el sector de los transportes es la explotación en forma capitalista de un trabajo que se realiza actualmente para beneficio particular. Todavía, la mayoría del sector del taxi está compuesto por autónomos que, al conducir su coche ellos mismos (al ser propietarios de sus medios de producción), venden su trabajo en el mercado, pero disponen a título personal de los beneficios para sacar adelante a su familia. Aun dentro de este ámbito tan limitado hay ya apuntes de explotación a baja escala, como el del propietario de licencia que pone a conducir a otro o el caso extremo de los “floteros”, empresarios pequeños con un puñado de licencias. Pero la necesidad de acumulación del capital no puede quedar encerrada en estos límites tan estrechos y “precapitalistas”. Es aquí donde las empresas medianas (cientos o miles de licencias VTC) o grandes (gigantes como Uber o Cabify que solo hablan con empresas medianas) quieren poner a trabajar a esos antiguos trabajadores libres o pequeños empresarios a rendir plusvalía a su servicio.
El proceso está regido por las mismas leyes de la acumulación del capital que en el resto de sectores de actividad. La entrada del capital dispara un progresivo proceso de incremento de inversión y de escala ante el que difícilmente puede competir el autónomo o el pequeño empresario. Si en un principio el “gran turismo” redujo mucho el negocio de los taxistas al acaparar gran parte de los trayectos hotel-aeropuerto o a destinos especiales como los tanatorios, ahora la inversión en medios técnicos de Uber y Cabify añade nuevos requisitos estándar al servicio de transporte de viajeros que incrementan el costo por viaje. De esta manera, mantenerse en el sector se hace cada vez menos rentable para el trabajador independiente o el pequeño empresario, y eleva el tamaño mínimo de la empresa que pueda ser viable, a costa de acumular más y más explotados bajo su control. Como ejemplo gráfico de este proceso, tenemos la aparición de la plataforma Mytaxi, empresa que presta servicio a los taxistas individuales a costa de una comisión de un euro por cada viaje y un extra si el cliente paga con la aplicación del móvil. Vemos así cómo, al añadir Uber y Cabify una determinada tecnología que se hace estándar para el consumidor, fuerza a los taxistas a incurrir en costes que merman sustancialmente su ingreso mensual. Mientras tanto, Uber planea su salida a bolsa el año que viene para aumentar su capital y expande su actividad para encontrar nuevas fuentes de plusvalía como el reparto de comida a domicilio o el alquiler de nuevos medios de transporte (patines eléctricos, etc).
Así pues, los trabajadores del sector del taxi no hacen sino experimentar en carne propia las normas del modo de producción capitalista, unas normas que llevan ya operando cientos de años. No se trata, como hace el discurso simplificador, de especular con licencias o de otorgar un chollo a los amigos del político de turno. Se trata de poner a producir para el capital a un sector de 65.000 personas. La inversión y la presión están a la altura del beneficio esperado.
Temporales en las Administraciones Públicas
Cuando estalló la crisis en 2007 se inició un doble proceso de recorte en las Administraciones Públicas. En primer lugar, se amortizan las plazas de los funcionarios jubilados. Es decir, no se contrata a nadie en el lugar de los trabajadores estatutarios o laborales fijos que se jubilan. La única excepción estaba en los cuerpos de seguridad del Estado, necesarios para controlar desórdenes ante el empeoramiento de las condiciones de vida. Desde ese año, hablamos a nivel estatal de unas 200.000 plazas que han desaparecido. Esas son unas plazas necesarias, cuya carencia se deja sentir en los servicios públicos. En segundo lugar, se pararon las oposiciones en todo el Estado. De esta manera los trabajadores que se encontraban en esos momentos en situación de interinidad, se quedaron así.
La interinidad estaba prevista para la época en la que los procesos selectivos se desarrollaban con normalidad. Los procesos selectivos requieren un tiempo: se hacen unos exámenes, se corrigen, se presentan alegaciones y, finalmente, toman posesión los aprobados. Todo este proceso podía durar aproximadamente tres años, que es lo que está previsto en el Estatuto Básico del Empleado Público como el tiempo en el que se podía recurrir a la figura del interino. Estos interinos eran elegidos de una bolsa de trabajo generada con los aprobados en la oposición anterior que no habían obtenido plaza. Desde el momento en que la figura del interino ha sido utilizada para mantener una situación de temporalidad permanente, entramos en otro orden de cosas. Tener a una persona trabajando en un puesto necesario sin afianzar su situación laboral es algo que vulnera derechos de orden superior, y representa una contratación en fraude de ley, equiparable a la situación de la empresa privada, donde más de tres años con un contrato temporal te convierten en indefinido.
En el año 1999 hubo una directiva de la Unión Europea donde se avisaba a España de la alta temporalidad que había en la administración. Consideraban el nivel de aquel entonces, que era de un 30%, como excesivo, y solicitaban la reducción hasta el 8%. No se hizo nada.
Ahora se ha puesto una sanción de 100 millones de euros -que, por cierto, ha tenido escasa difusión en prensa-, si no se reduce la temporalidad al 8%. La Unión Europea no dice cómo hay que reducir la tasa de temporalidad. El criterio del Estado español -en connivencia con los sindicatos CCOO, UGT y CSIF- no ha sido el de hacer fijos a los interinos, lo cual sería algo factible si hubiera voluntad, simplemente atendiendo a los méritos de trabajadores que llevan ya hasta treinta años en sus puestos. En lugar de eso, han decidido iniciar un ERE encubierto a través de lo que han llamado un “proceso de estabilización”.
Los afectados son unos 700.000 interinos en todas las administraciones. El llamado “proceso de estabilización” saca a oferta 250.000 plazas de las que, siendo optimistas, se llegará a cubrir una cuarta parte. Así pues, la inmensa mayoría de la gente se quedará en la calle y, de las plazas que quedarán en proceso, se crearán bolsas de trabajo. Las últimas oposiciones en Educación ya han puesto en práctica ese mecanismo. Los criterios para gestionar una bolsa de trabajo han cambiado legalmente y ahora ya no es necesario tirar de los que se presentaron a la oposición. Cuando te apuntas en las bolsas de trabajo te se hacen constar tus méritos y demás referencias, pero el problema es que la decisión de a quién se contrata es arbitraria. Es decir, las bolsas de trabajo son un mecanismo proclive al “personal de confianza” y al enchufismo. Queda también el camino libre para acudir a otros mecanismos de contratación.
Los interinos actuales tienen una media de edad superior a los 45 años, llevan entre diez y treinta años trabajando en la Administración, y se pueden encontrar de improviso en la calle. Los que acudan a la oferta de empleo del “proceso de estabilización” partirán, paradójicamente, con desventaja. Con una edad media tan alta y con responsabilidad familiares, no tienen la misma facilidad para preparar una oposición que un joven de 25 años que vive con sus padres. Habría mucha gente de más de cincuenta años que se quedaría en la calle sin ningún ingreso, pues los funcionarios no tienen derecho a indemnización. La reciente sentencia del Tribunal Supremo puede hacer pensar lo contrario, pero en realidad es un regalo envenenado. El procedimiento contencioso no reconoce la indemnización por despido a los funcionarios, así que la posible compensación podría venir de una responsabilidad patrimonial, con lo cual quedas al arbitrio de la decisión de un juez que te quiera reconocer los daños y perjuicios por el despido.
Ante esta situación, se están comenzando a organizar. Pero la situación es muy complicada, pues no hay que olvidar que los mayores sindicatos son cómplices en el proceso. En realidad, son los que están forzando a la Administración para que el proceso vaya más deprisa. De hecho, es posible que en breve se haga pública la oferta de empleo conjunta de los años 2018, 2019 y 2020, pues en ese último año es cuando los interinos deben estar en la calle.
La organización de los trabajadores está yendo a diferentes ritmos según la comunidad autónoma y según el sector. Quizás los sectores que van más adelantados son el sanitario y el docente. Hay que hacer la precisión de que, al hablar de Sanidad, hay que excluir a médicos y enfermeras, que llevan su propio proceso y no quieren saber nada del resto de trabajadores del sector, tales como celadores, personal administrativo, los que tramitan los informes médicos, informáticos, etc. Ahora se están uniendo otros sectores más variopintos como veterinarios, personal de justicia, etc. Es una situación muy complicada pues es difícil coordinar todas estas luchas. En realidad, no deja de ser un reflejo de lo que ocurre en la clase trabajadora, donde se solo se desarrollan peleas parciales.
En Andalucía hubo una gran movilización antes del verano, promovida principalmente por el personal docente. Cuando se vino abajo, vino la desmoralización y el abandono. Ahora parece que ha tomado el testigo el personal de dependencia.
En Madrid la cosa empezó aparentemente bien, con una plataforma conjunta que aglutinaba muchos sectores. Posteriormente se supo que el MATS (Movimiento Asambleario de Trabajadores de Sanidad) -controlado por los Anticapitalistas de Podemos- había monopolizado la plataforma. Aunque habían conseguido aglutinar a interinos de todos los sectores, sobre todo de los servicios generales, después del verano ha trascendido que estaban negociando por detrás con la parlamentaria de Podemos Carmen San José para tramitar en la Asamblea de Madrid una ley que garantizara solo los puesto de trabajo del Sermas. Cuando se han enterado el resto de sectores ha habido una ruptura dentro de la plataforma de Madrid. Mucha gente se ha salido de la plataforma y algunos se han reorganizado para seguir adelante con la lucha. El grueso de los reorganizados pertenecen a los servicios generales de la Comunidad y al Ayuntamiento de Madrid. Respecto a los ayuntamientos del resto de la comunidad, la cosa está más difícil, ya que solo hay una o dos personas moviéndose en cada uno.
Ante este giro de los acontecimientos, la presión ahora se va a volcar también hacia Podemos, ya que se le va a exigir que ofrezca el mismo nivel de protección que solicita para sanidad a todos los temporales de la administración autonómica madrileña. En cualquier caso, siguen en pie los frentes anteriores, y el 1 de diciembre se vuelven a concentrar en Ferraz frente a la sede del PSOE. Aunque no fueron los socialistas los que firmaron el “proceso de estabilización”, al estar ahora en el Gobierno serían los responsables de sacarlo adelante. Mientras tanto, prosiguen los contactos con otras comunidades, como Andalucía, Extremadura y Valencia, a fin de ejercer una presión más coordinada.
¿Cual es la alternativa tras el hipotético despido de estos 700.000 funcionarios? Esta claro: peores servicios públicos por reducción de personal, desembarco masivo de empresas de trabajo temporal y, en último lugar, los mecanismos de las bolsas de trabajo y de los eventuales para dar entrada a los compromisos de los políticos de turno. En el horizonte ya está también la modificación del Estatuto del Funcionario para reducir también los derechos de los funcionarios de carrera y cerrar así el cerco de la inestabilidad alrededor de todas las formas de contratación pública.
Hay una tendencia inequívoca de largo plazo hacia la privatización de la Administración. Eso no quiere decir que se vaya a hacer de golpe en dos años, pero los pasos que se van dando son pequeños aunque firmes. El movimiento obrero y, con él, los comunistas estamos muy centrados en el aquí y ahora, en la lucha inmediata, que es algo importante que no hay descuidar. Pero cometemos el imperdonable error de no atender el largo plazo. Y ese es un error que el capital no se permite.
Sin irnos más atrás en el tiempo, Zapatero y Jordi Sevilla sacaron adelante el Estatuto de la Función Pública, que establece la distinción entre fijos e indefinidos y que abre la puerta a la entrada de las ETTs en la Administración, cosa prohibida con anterioridad. Con esto se consigue introducir la temporalidad en la Administración, algo que antes estaba muy restringido. Ahora mismo han amortizado nada menos que 200.000 puestos de trabajo y tienen 700.000 inestables. Si uno de los objetivos de la reforma laboral de Zapatero fue reducir la indemnización por despido, el recurso a la interinidad en la Administración supone una apuesta a medio plazo para dejar en la calle a esos 700.000 inestables con la mínima indemnización, idealmente ninguna. Más allá de que los usuarios de los servicios públicos suframos sus carencias y de que los antiguos trabajadores públicos se queden en la calle sin nada, la realidad es que los gobiernos de la crisis han conseguido reducir el déficit público desde el 11% hasta el 2,5%.
Para comprender la importancia de este ahorro y a quién ha beneficiado, hay que tener en cuenta que el gasto público se realiza a cuenta de la plusvalía generada en el ejercicio anterior [o de plusvalía futura si se financia mediante déficit], y que la reducción de ese gasto público supone una reducción de la plusvalía a la que tienen que renunciar los capitalistas. En paralelo, y como hemos visto en el punto del taxi, los capitalistas buscan nuevos sitios donde extraer una plusvalía que cada vez se les hace más difícil. Así, si a Florentino Pérez le falla la construcción, no tiene ningún problema en readaptarse para ofrecer escuelas infantiles a la Comunidad de Madrid. Se establece así un doble proceso, por el que el capital necesita por un lado que se reduzca el gasto público total y, por otro lado, que el gasto público restante se canalice a través de la empresa privada, y no desde el funcionariado. Para que este doble proceso ocurra, es necesario que los 200.000 puestos de trabajo amortizados más los 700.000 temporales despedidos entren en condiciones de una explotación más intensiva que la que sufrían como empleados públicos directos. Si entran a través de ETTs o si entran como asalariados de capitalistas que ofrecen sus servicios a la Administración, esto va a ser así: salario mínimo y 40 horas.
Y obsérvese que hemos dicho que los puestos de trabajo privatizados se ven sujetos a una explotación más intensiva. Lo precisamos así porque no pensamos que el trabajo público esté libre de explotación. Si defendemos el trabajo público es porque dentro de su ámbito se puede luchar por más garantías. Hace tiempo que en los servicios públicos conviven empleados públicos, con contratas, etc. Pueden sufrir distintos grados de explotación, pero tan explotados son unos como otros. La distinción fundamental es que los primeros no generan plusvalías y los demás sí.
Uno de los asistentes a la reunión está en este último caso, trabajando como informático para la Administración como empleado de una empresa que obtiene plusvalía por haber sido contratada para cubrir un trabajo público que tiene carácter permanente. Su experiencia laboral en la Administración le ha hecho ver que el trabajo informático está desempeñado en su mayor parte a través de empresas subcontratadas. Los pocos empleados públicos se encargan en estos casos de contratar a la empresa y coordinar los trabajos. El trabajador final, que ha llegado a realizar un servicio público contratado a través de una empresa privada, no ha llegado a ese puesto por ningún tipo de oposición, pero demuestra su idoneidad para el puesto por el mero hecho de llevar en muchos casos diez o veinte años realizando la misma tarea sin ninguna queja o sustitución. Como es lógico, todos estos trabajadores tienen condiciones de subcontrata y no se benefician de ninguna ventaja laboral de la condición de funcionario (“moscosos”, trienios, días de asuntos propios, etc). En muchos casos están contratados por su empresa en las condiciones más precarias: temporales, becarios, etc. Por supuesto, si a la Administración les deja de interesar, basta con que le digan a su empresa que al día siguiente no vaya, lo que a su vez les puede suponer el despido inmediato. Sirva este apunte para mostrar el contraste entre las condiciones del empleado público y el trabajador de empresa privada que presta sus servicios en la Administración. La situación de los informáticos la veremos en un punto posterior.
Empresas de seguridad privada
La reforma laboral de Rajoy, que permitía a las empresas negociar un convenio propio, ha hecho que las condiciones en el sector empeoren. Las empresas de seguridad, cuya principal inversión es en salarios, compiten unas con otras ofreciendo tarifas más baratas a costa de bajar la remuneración y condiciones de sus trabajadores. Las Administraciones Públicas, que son un cliente importante de estas empresas, han forzado en gran medida esta guerra de precios para cumplir con los requisitos de déficit impuestos desde Bruselas y materializados en la reforma de la Constitución y en la Ley de Estabilidad Presupuestaria.
Esta guerra a la baja conlleva la necesidad de aplicar la máxima explotación, con lo que da lugar a casos de empresas con prácticas semi mafiosas. Quizás el más conocido fue el de Seguridad Integral Canaria, propiedad hasta hace poco de un caradura que hacía gala de que sus empleados hacían horas extra sin cobrarlas. Aún con los contactos políticos que le permitieron obtener -tirando los precios- contratos importantes en Administraciones y empresas públicas, en estos momentos la empresa está al borde de la liquidación dejando una deuda millonaria en pagos a la Seguridad Social y a unos desesperados trabajadores.
La empresa de seguridad puede mover a los empleados de un cliente a otro o de una ubicación a otra, aunque es habitual que permanezcan en el mismo cliente cuando este está contento con ellos. Tanto es así que cuando hay un cambio de contrata en el cliente, es muy normal que los vigilantes se cambien a la nueva, generalmente manteniendo las condiciones que tenían en la empresa antigua.
Una práctica muy común cuando un cliente quiere pagar menos, es solicitar un cambio en la categoría del personal que tiene asignado. Así, si en un principio cuenta con un vigilante de seguridad con un sueldo base de 900 euros, demanda a la empresa que lo sustituya por un auxiliar de control, cuyo salario base es de 600 euros y cuya tarifa para el cliente es también menor. Eso sí, más allá de las restricciones legales que una categoría exija (solo el vigilante de seguridad puede llevar armas o acceder a centros de control con CCTV), las funciones asignadas son las mismas, con lo que el efecto final es el de una reducción de costo, recibiendo el mismo servicio.
Al final, las empresas que contratan estos servicios utilizan a los trabajadores empleados a través de empresas de seguridad para efectuar trabajos de índole muy diversa, sustituyendo así a antiguos trabajadores con una cualificación variopinta. Un asistente a la reunión explica cómo en la fábrica en la que él trabaja, tras el último cambio de empresa de seguridad, los vigilantes se han quedado con tareas tan impropias como pesar los camiones que entran, sustituyendo a trabajadores que hacían anteriormente ese trabajo. También hemos podido ver todos cómo, tras las últimas reducciones de personal en las taquillas del metro de Madrid, los vigilantes de seguridad se convierten en los encargados de prestar ayuda a los viajeros, una tarea para la que no les pagan. Igual se puede ver a un vigilante explicando en inglés a un turista cómo funciona una máquina de venta de billetes de Renfe, que empujando carros en un centro comercial, que haciendo de punto de información en un organismo púbico.
Uno de los efectos buscados con la legislación que permitía la subcontratación y la externalizacicón ha sido el de partir las plantillas de las empresas. Como ejemplo, en el metro están los maquinistas que tienen su propio convenio, los servicios y la limpieza han dejado de ser de plantilla y están externalizados, las labores de los antiguos controladores de estación han quedado difuminadas con el cambio en sus funciones y la presencia de los vigilantes. El efecto final es un ahorro de costes, en gran parte provocado por el hecho de que el personal que pone en funcionamiento una empresa no es plantilla de la misma y nunca van a luchar por sus derechos de forma conjunta. Al final, en vez de estar todos los trabajadores amparados por el convenio conseguido mediante la fuerza que da la unión en la empresa en la que diariamente prestan sus servicios, se encuentran repartidos en la infinidad de convenios de empresa que rigen en su contratas.
Por otro lado, con la subcontratación, las empresas finales han reducido sus costes de forma brutal a costa de descualificar a los trabajadores que realizan un trabajo. No cobra lo mismo un empleado de una empresa de seguridad que un jefe de estación de metro o que un guardia civil del control del aeropuerto. Sin embargo, se le asignan básicamente las funciones que antaño realizaban estos (y en ocasiones más).
En muchas ocasiones, la subcontratación es de doble nivel. Es muy habitual que el edificio donde se desarrolla la actividad de una gran empresa no sea propiedad de la misma, y sea propiedad y/o esté gestionado por una empresa especializada, que a su vez contrata la limpieza, el control de acceso y el restaurante a otras empresas centradas en esas actividades concretas.
Lógicamente, con estos modelos la sindicación es inexistente o no es efectiva. Cientos de trabajadores comparte un edificio y son minoría los que pertenecen a la empresa cuyo nombre figura en lo alto. Los trabajadores de seguridad, limpieza, mantenimiento, restauración y, como veremos luego, gran parte de los informáticos, administrativos o incluso asesores legales, pueden pertenecer a decenas de empresas subcontratadas. El comité de empresa de la empresa principal representa a una minoría de los trabajadores que la ponen en funcionamiento día a día en sus muy variados e imprescindibles aspectos. Se pierde así fuerza sindical real -en las subcontratas el nivel de sindicación es menor- y efectiva -se pierde la fuerza que da la unión de todos los trabajadores.
Informáticos
En la informática se da una mezcla muy variopinta de autónomos, falsos autónomos y de pequeñas, medianas y grandes empresas. En la mayoría de los casos, las empresas no tienen productos propios o no obtienen el grueso de su facturación de ellos, y su actividad real es la de actuar como ETTs que suministran trabajadores a las medianas y grandes empresas instaladas en este país.
Es muy habitual también el doble nivel, donde las grandes empresas del propio sector informático recurren a su vez a empresas más pequeñas cuando un cliente solicita sus servicios. En su plantilla cuentan con la gerencia, jefes de proyecto y unos cuantos especialistas, y, cuando ganan un proyecto, recurren a sus proveedores habituales para conseguir al personal que va a participar en él.
En algunas ocasiones, las empresas más pequeñas, las que finalmente pagan los sueldos, son de dudosa legalidad. Los compañeros cuentan casos de haber firmado el contrato en una cafetería. En estas condiciones, no son infrecuentes los casos en los que la empresa cierra, dejando a deber sueldos de varios meses, y al día siguiente los propietarios montan otra empresa y contratan con los mismos clientes.
La mayoría de los informáticos no suelen trabajar físicamente en las empresas que les pagan el sueldo, o solo están en ellas mientras “están sin cliente”. Su trabajo real lo realizan en las instalaciones del cliente: un gran banco, una aseguradora, Telefónica, un ministerio, etc.
Así, si entramos en el edificio de informática de un gran banco o de un ministerio, nadie que no sea del sector podría imaginarse que, posiblemente, solo una de cada cinco personas que ve es empleado del banco o funcionario. El resto son subcontratados, seguramente de muchas empresas distintas. Trabajan entre ellos sin ningún problema, toman decisiones por la empresa en la que están, conocen todos sus procedimientos porque pueden llevar años acudiendo a ella, pero no disfrutan de su convenio, salario ni condiciones. Ganan mucho menos, trabajan más horas, tienen menos jornada de verano y vacaciones. Si, además de eso, no asumen hacer “un esfuerzo extra” y sacar mediante horas extra no pagadas uno de esos proyectos que sistemáticamente se minusvaloran, basta con llamar a su empresa y decir que al día siguiente envíen a otro.
Antes de la crisis, a esta situación se fue llegando de forma progresiva. Conforme iban creciendo las necesidades informáticas o se (pre)jubilaban antiguos empleados de la gran empresa, se iba recurriendo cada vez más a la subcontratación. Pero la crisis ha sido determinante para acelerar el proceso sin mayores miramientos. De la noche a la mañana, casi todos los bancos segregaron parte de sus departamentos de informática a empresas “independientes” que en realidad solo les prestan servicio a ellos mismos. En los últimos años, centenares de trabajadores fijos de la banca se han visto convertidos en empleados de empresas de servicios informáticos pantalla. Ante el pánico a que la crisis bancaria pudiera acabar directamente con ellos en el paro, este trasvase se ha hecho sin protestas públicas que hayan deteriorado la imagen de las entidades.
Sin embargo, aunque el subcontratado pueda estar en el mismo cliente diez, veinte o veinticinco años realizando un trabajo concreto y continuado, o aunque ayer mismo fuera empleado de la empresa y ahora un subcontratado realizando las mismas tareas, el concepto de cesión ilegal ha desaparecido del imaginario de los trabajadores después de que la legislación cambiara para que no se pudiera recurrir a este concepto. Si un desacuerdo en las tarifas termina la relación entre la gran empresa contratante y la subcontrata, el trabajador, en muchos casos contratado por obra, puede terminar en la calle con la indemnización mínima. Las empresas contratantes finales -grandes empresas del IBEX35 con una imagen que mantener-, aunque aparecen en la querella, no tienen ni que presentarse al juicio. En otras ocasiones, si la empresa final está contenta con el desempeño del trabajador y rompe su relación con la empresa proveedora por cuestión de precios, es posible que ofrezca al trabajador que se cambie a la empresa sustituta, incluso “proponiendole” que en el cambio acepte una rebaja de condiciones para que esa nueva contrata pueda ajustar sus tarifas a los niveles deseados. Si el trabajador sabe que la alternativa es quedarse en la calle es posible que acepte.
Pero a esta situación no se ha llegado por modas o por cambios espontáneos. Se ha llegado mediante un proceso premeditado que ha requerido de cambios legales paulatinos y de una confrontación permanente con la clase trabajadora que han asumido tanto los gobiernos del PP -de los cuales se espera-, pero en mayor medida los gobiernos del PSOE. Como hemos visto ya en otros sectores, la necesidad de aumentar la plusvalía a partir de la crisis de los 1970 hacía necesario desligar al trabajador de los derechos adquiridos. Partiendo de una situación en la que la plantilla era fija y en la que a la cesión ilegal de trabajadores se aplicaba el código penal, se fueron legalizando y generalizando las cadenas de subcontratación, las ETTs, los contratos por obra, y así hasta haber llegado casi a no tener plantilla. Si pensamos que el caso extremo y novedoso es el de los trabajadores de Uber y similares que vimos al principio, nos daremos cuenta de que la tendencia es a hacer desaparecer la relación laboral que liga al trabajador y al empresario. Nos retrotraemos a la situación de hace ciento cincuenta años.
Los trabajadores subcontratados son débiles en la negociación con su empresa, pues muchas veces ni siquiera conocen a sus compañeros, que trabajan en otros clientes. La empresa de subcontratación (a veces en dos niveles) acaba siendo pequeña, posiblemente sin comité de empresa. El arma del pequeño empresario por conservar como cliente a un banco o a un ministerio es mantener la tarifa baja a costa de hacer el salario del trabajador lo más exiguo posible. Como podemos ver, la subcontratación es la herramienta perfecta para aplicar la máxima explotación laboral.
Empresas multiservicios
La persona que nos cuenta su experiencia trabaja en la limpieza de una de las sedes de una gran empresa desde hace muchos años. Hace más de dos décadas, los trabajadores que realizaban esa tarea eran plantilla de la propia empresa, junto con vigilantes, electricistas, peones, etc. Por aquella época fueron externalizando progresivamente todas esas funciones.
A partir de ese momento son empresas subcontratadas las que pagan el salario de todos estos trabajadores. Las subcontratas cambian periódicamente según se rompa el acuerdo económico con la propietaria del edificio. Cuando esto ocurre, los trabajadores se mantienen y pasan a ser de la nueva empresa que se queda con el contrato.
Las condiciones han ido empeorando al ritmo de los cambios de contrata, pues cada una que llega tiene que aplicar una explotación más dura para hacer compatible el cobrar una tarifa inferior a la anterior y obtener un beneficio. La plantilla está sumamente ajustada y les sobra trabajo. En un día normal harían falta dos personas más para hacer el trabajo que tienen asignado, pero si hay trabajadores de baja o de vacaciones los demás tienen que absorber su trabajo. Durante los días festivos, puentes, etc, tiene que ir algún empleado a limpiar las zonas que se usan 24 horas, como garitas de vigilancia o zonas de guardia técnica. Para ello se recurre a las horas extra. En estos momentos, prácticamente la única forma de poder cobrar las horas extraordinarias -a las que se les fuerza y que se pagan a menos de ocho euros- es denunciar a la empresa. Hasta la resolución de la denuncia puede pasar año y medio antes de cobrar unas horas extraordinarias o una baja. Como es lógico, algunos trabajadores no se atreven a denunciar a la empresa y renuncian a cobrarlas.
Pero no es solo que falte personal para realizar el trabajo de siempre. Además, la empresa propietaria del edificio consigue en cada renovación de contrato que la contrata ganadora asuma más tareas. Por ejemplo, el ejecutar tareas que antes realizaban peones especializados. Hay que tener en cuenta que los operarios -el nivel más bajo- de la empresa dueña del edificio cobran por convenio la hora extra a veinte euros. La diferencia entre unos y otros es la sobreexplotación que ha obtenido el capital por recurrir a la externalización de estos trabajadores.
La situación se fue tensando y al final hubo un conflicto abierto entre la empresa y los trabajadores, que se negaron a hacer horas extraordinarias mientras no se regularizara su uso. Aún así, el acuerdo alcanzado ha dejado el precio de la hora extraordinaria por debajo del precio que pagaba la contrata anterior.
Una vez más nos encontramos con que la legislación de los últimos treinta años ha ido evolucionando para dar carta de naturaleza a estos recursos de sobreexplotación. Ejemplos hay muchos: el sector está haciendo un uso intensivo de la contratación a tiempo parcial, las horas extraordinarias han pasado de pagarse como mínimo al 175% de la hora normal a pagarse “como mínimo” al precio de la hora normal, las horas complementarias antes estaban limitadas y ahora ya no, etc.
Conclusiones de la reunión
La reunión llega a su fin y ha faltado tiempo. Las últimas intervenciones han sido apresuradas y aún quedan camaradas por intervenir. Tampoco ha habido ocasión de debatir unas conclusiones finales que le den una perspectiva global a todo lo escuchado. Como la sensación de la reunión ha sido buena, se acuerda hacer una nueva reunión monográfica de continuación en menos de tres meses.
De cualquier modo, y a efectos de conclusiones provisionales sobre lo tratado en la jornada, se trasladan aquí las intervenciones o discusiones que tuvieron un carácter más general.
El progresivo proceso de proletarización
Hemos visto a través del caso del taxi la transformación de todo un sector, que pasa de estar controlado por trabajadores autónomos propietarios de sus medios de producción, a ser controlado por grandes capitales que pone a trabajar a asalariados. Pero son claras las similitudes con otros sectores de actividad que se han visto afectados por esta conversión de trabajo improductivo en trabajo productivo (desde la lógica capitalista), como son los comercios de barrio o las clínicas dentales. El tendero o el dentista autónomo se ve sustituido por grandes cadenas que emplean a asalariados, extrayendo la plusvalía. Un asistente a la reunión que trabaja en el sector de los seguros cuenta el caso sorprendente de cómo Santa Lucía estuvo presionando de forma casi violenta a los pequeños empresarios relacionados con actividades funerarias (flores, mármoles, etc) hasta conseguir la propiedad y/o el control de sus negocios. Son nuevos espacios en los que entra el gran capital para obtener unas ganancias que son ahora más difíciles de obtener en otros sectores en los que ya estaba totalmente asentado.
En el camino, se pretende aprovechar el desconcierto social provocado por el cambio tecnológico para subvertir las normas que rigen las relaciones laborales que se han ido construyendo a lo largo de dos siglos de conquistas de los trabajadores. Ahora tenemos que congratularnos como si fuera algo excepcional de que un tribunal establezca que hay una relación laboral entre una empresa de reparto de comida y los repartidores que la entregan en bicicleta. Los nuevos modelos de negocio se apoyan en un nivel de explotación tan extremo que requieren de jornadas de doce horas y de ausencia de protecciones laborales. Nos retrotraen así a una especie de siglo XIX con teléfonos inteligentes.
Parece mentira que alguien pretenda sostener la tesis -incluyendo a muchos charlatanes de la progresía- de que el capital ya no necesita al trabajo. La realidad es que cada vez hay más clase obrera, no solo a nivel internacional -con la adición de la población de multitud de países al mercado mundial- sino también al nivel de los países históricamente capitalistas, donde el proceso de proletarización que tan gráficamente hemos visto reconvierte a antiguos profesionales en asalariados. Es verdad que el capital intenta levantar cortinas de humo legales para tratar de eludir el costo de las responsabilidades a las que le obliga una legislación laboral cada vez más magra. Para ello pueden recurrir, por ejemplo, a la muy conocida figura del falso autónomo o, actualmente, a convertir a los trabajadores en individuos que se han registrado como “usuarios” de una plataforma. Pero caer en esta trampa tan burda desde una postura pretendidamente de izquierdas tan solo delata hasta qué punto se ha abandonado el análisis de clase.
La necesidad de un análisis de clase
En casi todas las intervenciones apareció la sorpresa porque los compañeros y compañeras de trabajo no parezcan advertir el nivel que ha alcanzado la explotación, a veces ni siquiera la existencia de esta. Es incluso bastante común que siempre haya quien comprenda “lo mal que están las cosas” para disculpar a la empresa. Lo que hace unas pocas décadas se hubieran considerado derechos irrenunciables, ahora han caído en el olvido, y no solo entre las nuevas generaciones.
Desgraciadamente, hay una premisa que hace tiempo que se abandonó, que es la de la compresión de los problemas desde el punto de vista de la clase obrera. No se trata de lo que quiera contar “el coletas” o el demagogo de turno. Explicar bien lo que está pasando, hacerlo comprensible con una lógica racional, es el paso primero y necesario para hacer patente la necesidad de la organización de la clase. A partir de ahí podremos empezar a hablar de ver cómo enfrentamos el problema. Si no hacemos esto, todo quedará al nivel de que “son muy malos” o de que los políticos -incluidos los nuevos- nos engañan.
¿Similitudes o diferencias?
El objetivo de la reunión era intentar comprender qué tienen que ver, por ejemplo, un funcionario público con un taxista autónomo o asalariado y un vigilante privado. Aparentemente son sectores completamente distintos, pero cuando ponemos las cosas en común aparece un hilo conductor. ¿Por qué necesita el capital a estas alturas esto que está haciendo en todos los sectores? ¿Por qué invaden sectores en los que hace cuarenta años no estaban interesados? Entender por qué nos pasa esto es el primer paso para poder enfrentarlo. Sin esa premisa no se entiende la necesidad de la organización con todas sus dificultades. La gente no se une porque no sabe qué es lo que está pasando. Muchos de los miedos de la clase obrera, de los peligros que ve, les retrae de la tarea porque tampoco entienden y nadie les explica de la necesidad que tienen de organizarse, con todas sus dificultades.
Otro elemento que ha aparecido recurrentemente son las infinitas fragmentaciones que han aplicado a la clase trabajadora. Nos fragmentan en fijos, indefinidos, temporales y subcontratados; en senior, junior y becarios; en estatutarios o laborales; en “conocimiento retenido” y tareas externalizables; en con papeles y sin papeles; en Sanidad y en Justicia… El proceso está perfectamente escalonado como una sucesión de reformas legales y laborales, y en cada fragmentación perdemos fuerza como clase. Si hay que hacer concesiones momentáneas, se da medio paso para atrás y se propone anular la reforma laboral de Rajoy, pero nadie recuerda que un año antes Zapatero realizó una propia, y que contenía la esencia de la que después perfiló el PP.
Por desgracia, la acción de contestación también ha caído en la trampa de la fragmentación. Una cosa es que la acción sindical tenga que dar respuesta a un problema concreto en una empresa concreta, y otra que se haya perdido de vista por completo la perspectiva política, no digamos la de clase. Se negocian así los convenios uno a uno, sector por sector, consejería por consejería, etc.; se negocia solo en nombre del personal propio y se ignora a los subcontratados, que pueden ser el grueso de la plantilla; se mantienen en conflicto varios convenios en una empresa según cuándo entraron los trabajadores; se negocian acuerdos para beneficio de un pequeño grupo de trabajadores a espaldas del resto del colectivo en lucha… La situación ha llegado a tal punto que desde la cúpula de CCOO y UGT se avisa a los comités de empresa que tienen que prestar algo de atención a todo el personal externo, pues el nivel de sindicación es casi nulo entre ellos, que son ya la mayoría. En realidad, esta atención será solo temporal, pues su intención final es conseguir que los trabajadores tengan que pagar una cuota para que se les aplique el convenio que les corresponda, momento en que las grandes centrales sindicales podrán echarse a dormir con unos ingresos asegurados por recaudación obligatoria.
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