Publicado el 07 Ago 2017
Durante los últimos años, el debate sobre lo que comúnmente se conoce como vientres de alquiler ha tomado fuerza en España. Con el nombre más políticamente correcto de gestación subrogada, estamos asistiendo a una proliferación de noticias, artículos y espacios en los medios masivos de comunicación sobre esta práctica que, de momento, no es legal en nuestro país. Hay incluso una Iniciativa Legislativa Popular en marcha, auspiciada por asociaciones que defienden su legalización, y el partido Ciudadanos acaba de presentar una propuesta de ley en el parlamento para su regulación1 ¿A qué se debe tanto ruido mediático en torno a este tema? Hay al menos tres poderosas razones. Primero, la demanda de gestación subrogada la compone un grupo privilegiado: individuos y familias de alto poder adquisitivo e influencia. Segundo, la gestación subrogada es, a nivel mundial, un negocio que rinde suculentos beneficios a las empresas de reproducción asistida y sus equipos médicos y legales. Tercero, los países que han sido hasta hace poco las mayores fábricas de bebés subrogados del mundo (caso de India, México, Camboya o Tailandia) han puesto en vigor leyes más restrictivas; de modo que para los demandantes españoles la búsqueda de madres subrogadas se restringe a países más cercanos como Rusia o Ucrania, que excluyen a las parejas homosexuales, o a los Estados Unidos, que las incluye, pero sus costes son mucho más elevados.2
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Publicado el 03 Jul 2017
Volvemos sobre las trampas que encierra el discurso liberal y feminista posmoderno, que, como dominante en la política institucional de signo “progresista”, en los grandes medios y en la Universidad, lo llamaré abreviadamente “feminismo institucional”. Este discurso, y las políticas que inspira, es hegemónico desde hace al menos tres décadas, período durante el cual ha ido enraizando la política neoliberal orientada a acabar con los derechos sociales, el llamado Estado de Bienestar. Tenemos, por tanto, suficiente perspectiva ya como hacer balance de sus resultados y consecuencias, que -dicho por adelantado- no se auguran óptimas para la mayoría de las mujeres, ni para el feminismo como movimiento de emancipación. Por eso es importante ser conscientes y plantarle cara.
Empapado de las ideas del liberalismo, el feminismo institucional tiende a hacer tabla rasa de que la sociedad está dividida en clases o, en el mejor de los casos, considera que la diferencia de clase es un dato secundario, que no crea identidad. De ahí que los papeles protagonistas de sus discursos vayan a las diferencias/identidades de género, de etnia/raza y de orientación sexual, fundamentalmente; y que sus propuestas se dirijan a las mujeres, las minorías étnicas y la comunidad homosexual-transexual (colectivos LGTB). Esto es lo que en el mundo anglosajón, que es quien dicta las tendencias, se llama “políticas de identidad”, ...
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Publicado el 12 Dic 2016
Lo que en Historia se llama Primera Revolución Industrial surgió en Inglaterra durante la segunda mitad del siglo XVIII (1760-1799), se produjo en el ramo del textil, uno de los más importantes en cuanto a número de trabajadores y sobre todo trabajadoras, cuyas operaciones se mantenían a un nivel totalmente artesanal. La incipiente revolución consistió en la introducción de innovaciones técnicas en una fase concreta del proceso de producción, la hilatura -inicialmente del algodón-, que hasta entonces se venía realizando con el huso y la rueca, o también el torno de hilar.
La rueca y el huso, herramienta usada desde el Neolítico hasta la actualidad
La fase de hilatura constituía el cuello de botella de la industria textil: era muy exigente en mano de obra (un solo telar para lana, por ejemplo, requería el aporte de entre 10 y 20 hilanderas), consumía un tercio del tiempo total empleado en la fabricación de un paño y era crucial para la calidad final de los tejidos. La hilatura era, además, el oficio que practicaban por excelencia las mujeres y niños de ambos sexos en este sector, tanto ...
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Publicado el 15 Nov 2016
Desde los años 80, la clase dominante de los países del capitalismo avanzado han puesto mucho empeño en convencernos de que las clases sociales no existen y lo único que hay es una suma de individuos que se diferencian entre sí por su edad, sexo, etnia u orientación sexual. Tal ha sido el empeño, que incluso en los espacios de la izquierda -o la pretendida izquierda- esta ideología liberal ha calado hasta los huesos, y no menos en los movimientos que en su origen se formaron para luchar contra la opresión de las mujeres, las minorías raciales, los homosexuales y transexuales. Este absoluto olvido de lo social, y de los mecanismos que posibilitan la reproducción de las relaciones capitalistas, es lo que genera ese discurso construido sobre falsos argumentos con apariencia de verdad (o sofismas), de que hace gala el feminismo liberal-posmoderno, de marcado carácter burgués, que tiene sus altavoces en los grandes medios de comunicación. Un buen ejemplo es el tratamiento que estos han dado a las recientes elecciones presidenciales norteamericanas y la subsiguiente victoria de Trump frente a Clinton (no por voto popular sino por número de delegados en el Colegio Electoral, que es el órgano que elige al presidente y vicepresidente)1.
El mensaje difundido es que llamar misógino/a o sexista a cualquiera que se oponga a dar su voto a un candidato mujer es un argumento de peso, por mucho que los motivos de la negativa nada tengan que ver con el sexo ...
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