Documento de la V Asamblea - La Unión Europea



Lo que hoy día se conoce como Unión Europea no existía cuando se declaró la crisis de los años 1970 que presentamos con anterioridad. Y el proceso por el que ha adoptado su nueva forma no es en absoluto ajeno a la evolución del escenario económico internacional que hemos desarrollado hasta ahora.

Cuando el capital vislumbró la necesidad de un cambio de políticas para afrontar la crisis de rentabilidad que percibía en el horizonte, los países europeos no se quedaron al margen de los acontecimientos. No es casualidad que el primer informe en el que se estudió la posibilidad de una unión monetaria se presentara en 1970 (Informe Werner). Sin embargo, en ese momento todavía no se habían establecido guías de actuación del capital internacional, y cada país seguía políticas independientes. Si pudiéramos elegir solo un hito representativo en el que Europa escenifica el cambio definitivo de rumbo, ese podía ser el primer mandato de François Mitterrand en Francia a principios de los 1980, durante el cual se hace el último intento de salida de la crisis por la vía keynesiana. Una vez demostrada la inutilidad de estas políticas en el nuevo contexto de escasez de beneficios, el terreno quedó libre entre las grandes potencias para el relevo hacia las políticas que ya estaban poniendo en práctica Reagan en EEUU y Thatcher en el Reino Unido.

En esos momentos los países europeos están en una encrucijada. En todos ellos se están realizando políticas de ajuste locales de los salarios, desde el Londres de Thatcher hasta el Madrid de González. Pero eso no era suficiente: sus capitales nacionales no podían competir al nivel de los grandes; las legislaciones nacionales eran incompatibles y multiplicaban los gastos; sus monedas no tenían peso internacional y los cambios entre ellas fluctúan dificultando el comercio mutuo. Por si ello fuera poco, la globalización que se dibujaba en el horizonte con la ronda de acuerdos GATT (precursor de la Organización Mundial del Comercio) que darían lugar en breve a los acuerdos de libre comercio, así como la inminente ruptura del bloque soviético, cogía a Europa como un mosaico fragmentado de países sin peso suficiente para aprovechar esas oportunidades. Los grandes capitales europeos, representados en la Mesa Redonda Europea de Industriales (ERT, por sus siglas en ingles) solicitaron con urgencia un mercado único para poder jugar al nivel de sus competidores internacionales1.

Así, en la cumbre europea de Fontainebleau de 1984 se inicia el proceso para refundar la antigua CEE con la firma del Acta Única en 1987. Se establece el año 1992 como fecha de arranque de un Mercado Único con libre circulación de capitales. Este proceso, que en la época fue visto desde la calle con una gran inocencia fomentada desde el poder, es el primer paso en la irrupción de lo que hoy es la Unión Europea como herramienta del capital. Es de resaltar que Margaret Thatcher, en un Reino Unido que se consideraba “euroescéptico”, apoyó dichos acuerdos, aparentando la cesión de una soberanía que tan cara es para ese país. En realidad, el apoyo de los conservadores británicos no escondía ningún secreto: la libertad de movimientos de capitales es el sueño de cualquier liberal, forzando a las condiciones laborales a empeorar cuando el capital puede mudarse libremente allí donde le den más beneficios. Hay que aclarar que el proceso estaba perfectamente reglado para que no escapara del control de sus creadores: los acuerdos que se firmaron en la época eliminando el derecho de veto de países individuales contaban con un artículo (el 16-4 del Acta Única) en el que se indicaba que solo las decisiones que fueran en la vía de la liberalización podían ser adoptadas por mayoría; aquellas que operaran en su contra debían ser aceptadas nada menos que por unanimidad.

Si el Acta Única fue el acta de refundación de la Europa que el capital necesitaba tras los años 70, su acción era aún limitada. Es cierto que sentaba las bases para que se equilibraran a la baja las restricciones al capital, pero en ese momento no creaba la presión suficiente para forzar la transferencia de rentas, arrebatándolas al trabajo. Siendo Europa la zona del mundo donde más fuerte estaban instaladas en las legislaciones nacionales las protecciones sociales, la eliminación de estas estaba siendo un proceso lento y penoso en el que cada gobernante quemaba su credibilidad. Era necesario que la lógica del capital asumiera una posición por encima del nivel nacional que dotara de un carácter aparentemente incontestable a lo que no eran más que defensa de los intereses de clase del capital. Así, en la cumbre de Madrid de 1989 ya se está planteando lo que posteriormente se convertiría en el Tratado de Maastricht de 1992. En este tratado se establecen las bases de lo que luego será el ajuste permanente. Se establecen límites a la deuda pública y al déficit, que inicialmente tendrán como objetivo la Unión Monetaria pero que luego se convertirían en permanentes a partir del Pacto de Estabilidad y Crecimiento de 19962. Estos límites, que ya han sido interiorizados por todo el arco político parlamentario, desde Vox hasta Podemos, impiden el gasto público de raíz, en especial el catalogado como estructural, lo cual impide gastar en pensiones, sanidad, desempleo, etc. Además, para establecer una instancia de control por encima de la política -tan expuesta a los vaivenes y a la tentación de la compra del voto- se establece la autoridad monetaria del nuevo Banco Central Europeo, independiente y por encima de las instancias nacionales. Este BCE, con el cometido de controlar la inflación -y ninguna responsabilidad sobre la creación de empleo, como su equivalente norteamericano- se convierte en una instancia supranacional, supuestamente técnica y apolítica que, muy al contrario, no ha hecho más que actuar a la conveniencia de los grandes capitales europeos3. Y en estos momentos de subida desbocada de los precios se puede comprobar que el propio “control” de la inflación que tiene encomendado solo puede ser entendido de acuerdo a los intereses del capital4.

Esta preponderancia de los intereses de los grandes capitales tomó cuerpo al final del proceso iniciado en Maastricht en forma de una moneda común: el euro. Hay que aclarar que una moneda no es un símbolo arbitrario al que un Estado pueda asignar un valor cualquiera; es una garantía de equivalencia de valor -respecto a algo tangible, como puede ser el oro- respaldada hoy día por el tamaño de la economía del emisor, su productividad y su credibilidad para seguir creciendo en el futuro. Cuando doce países con economías muy diversas pasan a compartir una única moneda, es inevitable que se rompa la capacidad de esa moneda para cumplir esas funciones para todos ellos. De esta manera se llegaron a producir los desajustes de la década de los 2000 que llevaron casi a la bancarrota a las economías de la periferia europea a partir de la crisis capitalista de 2008, una situación que ya explicamos en el texto de la IV Asamblea.

Podemos entonces comprobar que lo que hoy día se conoce como Unión Europea no tiene históricamente nada que ver con la creación de ningún “Estado del Bienestar”, con ningunos supuestos “valores europeos”, con una “construcción europea”, ni con ningún otro lema bien sonante. Cuando el conjunto de medidas de protecciones laborales y sociales que hoy día se recuerdan como parte de ese “Estado del Bienestar” se pusieron en marcha a mitad del siglo XX solo por la presión de la lucha de los trabajadores, la Unión Europea no pasaba de ser un prosaico proyecto de reducción de aranceles aduaneros. Por el contrario, hemos podido comprobar que cuando llegó la época en la que el capital necesitaba imperiosamente de un contraataque de clase, fue precisamente esta Unión Europea la herramienta que fueron construyendo para demoler esos derechos que tanto les molestaban. No, en contra de lo sostenido por el mensaje falseador del capital, la Unión Europea no tiene nada que ver en la creación original de los derechos de los trabajadores y sí que tiene todo que ver en su progresiva destrucción a lo largo de las últimas décadas.

Sin embargo, tal y como hemos expresado en el punto relativo al nacionalismo, es una fantasía pensar en una solución basada en una vuelta a un pasado de capitalismo nacional. En un mundo donde la ley del valor opera a nivel internacional, la partida se juega al nivel en el que lo hace la Unión Europea. Si esta llegara a deshacerse con la forma en que la conocemos ahora, los grandes capitales necesitarían rehacer una construcción equivalente en un porcentaje muy alto. El ejemplo lo encontramos en el Reino Unido, en el que más importante que la negociación previa a la salida, lo está siendo el establecimiento del necesario esquema de relaciones futuras. También nos sirve este mismo país como ejemplo de que la soberanía monetaria no juega a favor de los trabajadores: el Reino Unido es el tercer país en el que los salarios reales más han bajado en los diez años anteriores a la pandemia, un dato en el que salen aún peor parados que los trabajadores españoles, y a lo cual se sumó la caída adicional del año 2020, espoleada por la gestión de la enfermedad y el por el Brexit5.

En realidad, si de algo peca el entramado económico capitalista que es la Unión Europea es de no haberse atrevido a seguir hasta sus últimas consecuencias las reglas que impone su propio modelo económico. Si la Unión Europea se ha centrado en dejar libertad interna a los capitales y a ayudarles a torcer el brazo a los trabajadores, es manifiesta su incapacidad para elevar a esos capitales al nivel de efectividad que marca hoy la competencia con otros capitales internacionales. Fiel al papel de subalterno de los EEUU con el que salió de la Segunda Guerra Mundial, el capital europeo no ha conseguido entrar más que en áreas residuales de las cadenas de valor de los procesadores, la Inteligencia Artificial o el armamento; carece de multinacionales tecnológicas propias y no tiene autonomía efectiva en la gestión de su red de proveedores de materias primas o de energía, en el ordenamiento de su crecimiento hacia el este o en el establecimiento de las relaciones mercantiles externas que más sean de su interés. Es decir, si los capitales europeos y los líderes que les representan quisieran optar a un trozo más grande del pastel en el reparto de la plusvalía global -un paso para el que no parecen preparados-, todavía habría espacio para una Unión Europea con muchas más atribuciones. Y al contrario, su desmembramiento supondría hoy día la pérdida total de relevancia de estos capitales.

Volvemos a repetir la idea que expusimos al final del punto anterior. La partida se juega hoy día entre bloques económicos de dimensiones continentales. El capital ya está organizado a ese nivel. Si los trabajadores quieren presentar batalla, deben hacerlo al menos al nivel en el que se está jugando la partida. Tenemos identificado el problema, que es el capitalismo, y el nivel de organización, que debe ser internacionalista. Pongámonos a trabajar.

 

Notas:

1La European Round Table of Industrialists es un grupo de presión formado por esas fechas por las 50 compañías más grandes del continente europeo. Como ellos mismos recogen su página web: “Con el soporte activo de Etienne Davignon y François Xavier Ortoli, entonces miembros de la Comisión Europea, Pehr Gyllenhammar de Volvo, Wisse Dekker de Philips y Umberto Agnelli de Fiat, decidieron mobilizar a un grupo de industriales líderes para crear las bases de una auténtica cooperación económica europea. Según su punto de vista, lo que hacía falta era una acción más decisiva y concertada a nivel europeo y la eliminación de todas las barreras para un auténtico Mercado Único. Jacques Delors, en su día Presidente de la Comisión Europea (1985-1995) y uno de los valedores clave del Mercado Único, ha reconocido públicamente el importante papel jugado por la ERT en esta área.” Traducción nuestra de www.ert.eu

2El tratado establece unos límites concretos de un 3% anual sobre el valor del PIB para el déficit máximo permitido y un 60% sobre el valor del PIB para la deuda pública. Aunque estos valores a los que ya nos hemos acostumbrado puedan parecer producto de complejos cálculos, sean totalmente arbitrarios. Igual podría haber puesto un 1 y un 50 que un 6 y un 80. Lo que de verdad importaba era impedir el gasto público

3También en esta ocasión entra en escena la Mesa Redonda Europea de Industriales (ERT), que en 1991 publica un informe sobre su visión de los siguientes pasos de la construcción europea que parece una profecía de lo que se firmará en Maastricht. Solicitando una moneda única como necesidad ineludible antes del año 2000, reclaman para su puesta en marcha: “Los gobiernos deben comprometerse con las precondiciones necesarias -una postura firme contra la inflación, una prohibición total de la financiación monetaria de los déficits presupuestarios”, “debe existir un Sistema de Banco Central suficientemente fuerte e independiente” ERT (1991), Reshaping Europe. La traducción es nuestra.

4Así podemos ver en estos momentos cómo se deja a los precios subir a un ritmo desconocido en los últimos treinta y cinco años, justo en el momento oportuno para reducir los salarios durante un pico de demanda de fuerza de trabajo y justo cuando la inflación supone un alivio para la devolución de los préstamos que las grandes empresas obtuvieron de los bancos centrales a cargo de nuestros impuestos. Cuando el BCE, tan resolutivo en otras ocasiones, se decida a actuar en ésta, la subida de los tipos de interés volverá a enfriar el mercado laboral y habrá dejado los salarios reales de los trabajadores europeos por debajo de los niveles de 2008.


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